Por Javier Villacis
Como si la luz fuese la vida, cada atardecer de verano del 2020, se iba esparciendo con su fuego funesto sobre la hierba de todos los continentes, llevándose consigo, la alegría, la esperanza y los latidos.
Tuvieron que arrancarla de la ventana del hospital entre dos tíos. El dolor, el llanto, las náuseas, los gritos, todo mezclado y amorfo en una pesadilla infinita, que jamás olvidaría. Sobre el vidrio, quedaron durante días, las huellas de sus manos y varios de sus cabellos castaños.
Había perdido a su padre, así como lo habían hecho millones de hijos en todo el mundo, durante aquella época atroz, que siempre amenazaba con volver. Pero como en el universo nada ocurre por azar, incluso, aquello sin nombre, tendría un claro propósito.
La conocí desde pequeña, y la vi crecer hasta convertirse en una bella mujer, pero él nunca lo hizo, para Daniel, Constanza siempre fue la misma nena que apretaba su cabello, mientras la paseaba, orgulloso sobre sus hombros. Él fue mi amigo toda la vida, siempre supe quién era, y admiré la bondad de su alma.
La primera Navidad de Constanza, fue como una caída libre dentro de un túnel de nostalgia, cuyas paredes cilíndricas estaban pintadas de recuerdos. Para detener el vértigo y desamparo de estar sin su sonrisa por primera vez en treinta y cinco años, se aferró a su almohada empapada durante toda la noche.
Tenía miedo que llegara la siguiente, pero llegó. Detestaba las luces, los planes de fiesta, los regalos. Un sacerdote le había dicho que Dios era el tiempo, y que con el pasar de los meses se sentiría mejor, pero aún era muy difícil vivir con más preguntas que respuestas.
Cierta noche soñó con él, pero solo pudo recordar una pregunta y su respuesta:
—¿Dónde estás?
—Estoy dentro de ti, soy tu sangre, y recorro tus arterias en cada instante—
Y le llegó diciembre, con pánico. Nunca imaginó que aquella Navidad sería la más importante de su vida.
Su madre, Sara, cayó en un silencio absoluto durante varios meses, después de la partida de su esposo. Un año más tarde, seguía recibiendo obsequios, condolencias y homenajes. Daniel había sido un símbolo de nobleza y alegría que marcó la vida de todos.
Ahora, en silencio, se había animado a construir el pesebre. Siempre había sido el más grande y realista de todo su entorno, por lo que convocaba a las oraciones no solo de su familia, sino de gran parte de la vecindad.
Lo armaba en el amplio portal de la casa, tenía musgo natural, un zoológico completo y estrellas iluminadas. Los Reyes Magos, José y María eran de medio metro y de cerámica fina, por lo que eran guardados con mucho cuidado en un lugar inaccesible de la casa.
La familia llegó por la tarde con los regalos y la bulla, mientras Constanza miraba la televisión, cambiando de canal a cada segundo y sin ningún sentido. Yo llegué luego de la cena. Ya casi a la media noche, lentamente, empezaron a llegar los vecinos, algunos, con una velita encendida.
Según la tradición cristiana, antes de las 12 Pm, de la Noche Buena, el Niño Jesús debía ser colocado en su Cuna Sagrada, luego de las correspondientes oraciones.
En medio de los cánticos y villancicos, Sara fue por el Niño Jesús, que permanecía guardado durante todo el año, en el cajón más alto de su armario.
De pronto, se escuchó un gran estruendo dentro de la casa y los canticos se detuvieron, mientras Constanza y sus tíos corrían hacia la habitación de su madre.
Se había caído, como siempre lo hacía en cada lugar. Colocar dos sillas, una sobre otra, jamás era una buena idea. La encontraron sentada en el piso, con el cabello sobre el rostro, estremecida en llanto y con el Niño Jesús destruido en miles de pequeños fragmentos de cerámica a su alrededor.
—Díganles a todos que se vayan— exclamó en un susurro furioso.
—Tranquila, ya vamos a conseguir otro Niñito— respondió alguien desde afuera.
Luego, cuando todos salieron, Constanza entró para limpiar el desastre. Entonces pudo ver que, en medio de los pedazos de cerámica, el corazón, que sostenía entre sus manos el Niño Jesús antes de romperse, estaba entero, con pequeñas grietas unidas por un pegamento transparente y fuerte. En ese momento, lo levantó y una emoción extraña, pero a la vez familiar, le recorrió el cuerpo.
Fue caminando despacio, se abrió paso entre los familiares y amigos, y lo puso sobre la Cuna Sagrada.
Su madre, algo recuperada, le preguntó:
—¿Con qué lo pegaste, estaba hecho polvo? —
—Yo no lo hice— respondió Constanza con una ligera sonrisa.
En silencio, gruesas lágrimas empezaron a caer por las mejillas de quienes nos dimos cuenta de lo que pasó.
En ese momento, miré su rostro iluminado por un bello resplandor que le brotaba desde lo más profundo. Entonces, pude leer en sus ojos toda la sabiduría que Daniel le estaba dando aquella noche como su último y más precioso regalo de Navidad.
Constanza lo supo todo. El gran símbolo del nacimiento de Cristo, la Noche Buena, era cuando el infinito abría sus puertas para que descendiera la bondad sobre la Tierra y mientras veía al corazón de Jesús sobre el pesebre, sintió a su padre terrenal, más vivo que nunca, recorriendo sus arterias e impulsando sus latidos.
Y con cada latido fue entendiendo que no nacía el hijo, no nacía un niño cada año, en la Navidad renacía el Padre para reparar los corazones de la humanidad.
La oscuridad de su mente, se llenó de luz, y ese infinito atardecer se convirtió en aurora. Aunque era casi imposible de entender, supo que el corazón de Daniel dejó de latir, para que el suyo se hiciera más fuerte, y que allí, en su propio pecho, lo encontraría para siempre, como una fuente infinita de bondad y de valor.
Comprendió, también, que este mundo podrido, donde los seres humanos nos lastimamos unos a otros, había llegado a un tiempo crítico en el año 2020, en el que Dios necesitaba reclutar a un ejército especial de ángeles reparadores de corazones. Por eso se fueron tantos padres, tantos abuelos.
En ese instante, interrumpiendo el ritual y las revelaciones de Constanza, llegó corriendo Arnaldo, un afroecuatoriano que trabajaba desde hace una década como guardia en la urbanización, quien entre lágrimas y risas testificó que el Ingeniero Daniel había salido de la urbanización, unos minutos antes, caminando despacio y diciéndole:
—Nos vemos colorado, ahí te encargo la casa, cuídamela bien—
Aunque a veces los padres nos equivocamos, con nuestra vida y con nuestra muerte, como una cadena infinita y por mandato divino, siempre cumpliremos la misión de reparar el corazón de nuestros hijos.