Como un regalo anticipado del Pentágono, con un presidente J. Biden sin atuendos navideños, EE. UU recibió la Cumbre para la democracia, evento que convocó el mandatario norteamericano durante los días 9 y 10 de diciembre. La cita internacional que se cumplió en un escenario de transición y nuevo contexto geopolítico exterior de la Casa Blanca, no obstante, parece ignorar “una crisis de hegemonía norteamericana tan real como indetenible”. Los hechos están a la vista, desde la derrota en Afganistán, la consolidación de China como potencia global, hasta transformaciones latinoamericanas en el contexto de la pandemia viral, la potencia del norte está buscando recuperar su posición en el sistema internacional. La tarjeta navideña de la nueva geopolítica decía “America is back” (Estados Unidos está de vuelta), afirmación reafirmada por Biden en sus discursos cuando señala: “La diplomacia está de vuelta en el centro de nuestra política exterior”. ¿Qué alcance significativo tiene la alusión presidencial? Sin duda, el retorno a un compromiso de la potencia del norte con el mundo, a través de la reparación de alianzas perdidas. Es decir, un giro de timón desde la política de Trump esquivada con decisión en la campaña electoral demócrata que Biden mostró al mundo. Y para dejar constancia de aquello el aspirante demócrata a la Casa Blanca fue enfático en enrostrar a su contendiente republicano como responsable de la pérdida de “credibilidad e influencia” de Estados Unidos y que su misión sería reparar el daño para que su país “liderará al mundo una vez más”, como lo dejó consignado la revista Foreing Affairs.
A la hora de evaluar los resultados ¿cuánto se cumplió de la promesa demócrata?
Objetivamente, Estados Unidos vive una “crisis profunda” que va más allá del cambio presidencial. La insuperada crisis sanitaria nacional, el asalto al Capitolio a principios del presente año, el agudizamiento de la desigualdad y la polarización con efectos de extremismo ideológico y violencia política, la desconfianza en el sistema electoral estadounidense y la corrupción, son claras señales de un estado crítico fuera de pleno control que puede ser vista como “una quiebra del modelo de democracia liberal norteamericano” que, de por sí y ante sí, ya incuba limitaciones propias del dominio elitista del país del norte.
Averiados los engranajes de los mecanismos de gobernabilidad, comienzan a tambalear los andamios sobre los que se sostienen las relaciones de la Casa Blanca con las demás instancias del Estado, Congreso y Cortes federales. La presión de las élites tradicionales reclamando más firmeza al primer mandatario de la nación frente a un mundo cambiante que evidencia cómo EE. UU deja de ser el líder hegemónico, la decadencia relativa de Estados Unidos les resulta inaceptable y afecta la requerida unidad para enfrentar la crisis. Esto explica la dura polémica interna norteamericana que aún no logra proyectar una sola imagen sólida del país hacia el exterior.
En esas condiciones, pese a que los EE. UU no consigue homogenizar su política exterior sancionatoria a regímenes adversos como Cuba, Venezuela y Nicaragua, no es menos cierto que sostiene una política de sanciones hacia estos países percibidos como “enemigos del sistema”, Y más aún, la pérdida de hegemonía norteamericana vuelve más amenazantes estas medidas coercitivas como un síndrome de debilidad que raya a ratos en la desesperación diplomática, sino ¿cómo se explica que EE.UU y su adlátere israelí sean los únicos países en aprobar el bloqueo a Cuba rechazado por todos los países de la ONU?
En tal sentido, los Estados Unidos padece de un mal para el que no existe vacuna: esquizofrenia política; por una parte, tiende a hacer cumplir las promesas electorales de cambiar las agresiones del régimen republicano de Trump y, por otra, las circunstancias de debilidad hegemónica le obligan a mostrar un rostro más duro ante su gente y el mundo. Al final del día, se constata una pérdida de la capacidad de cooptación que tenía décadas anteriores la potencia del norte, como bien señalan analistas internacionales, constatándose “su necesidad de emplear otros mecanismos de presión, que, si bien no logran sus objetivos en la mayoría de los casos, sí afectan a millones de personas”. Lo cierto es que el mejoramiento global no depende en forma automática del surgimiento de nuevos liderazgos que reemplacen al estadounidense, ni mucho menos. Contrariamente, analistas auguran que el “multipolarismo” podría agudizar y aumentar los conflictos debido al reordenamiento del mundo.
Ante esa realidad la Cumbre para la Democracia, sostenida en medio de un clima festivo de fin de año, se propuso reconstruir alianzas y renovar el liderazgo perdido, al tiempo de enmascarar las crisis que enfrenta los Estados Unidos ¿Puede haber mejor envoltorio para un regalo tan impregnado de espíritu navideño?
Como toda intención tardía, los Estados Unidos perdieron la oportunidad de liderar la lucha contra el Covid 19, circunstancia que habría fortalecido su hegemonía mundial, pero ni siquiera en su territorio pudieron enfrentar con éxito la batalla a un virus que no respeta fronteras, mucho menos podrían haberlo hecho en favor de los países del mundo. Visto así, la galopante pandemia no formó parte de la agenda de la Cumbre del 9 y 10 de diciembre y fue reemplazada por temas más prioritarios para el imperio del norte como la democracia, los derechos humanos y la lucha anticorrupción dentro de sus fronteras.
Sin embargo, nuevamente la esquizofrenia política le jugó una mala pasada al presidente Biden. Si bien el titulo del encuentro alude a la democracia, es decir, a la inclusión política, la lista de invitados contradice dicho propósito del evento. En la nomina brillaban por su ausencia Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Rusia, China, El Salvador, Guatemala, Honduras, considerados acaso países no democráticos por los estándares gringos. A la cita virtual asistieron solo un centenar de países. ¿De qué democracia hablamos?
¿Vuelve a estar presente el fantasma de la Guerra Fría, el gélido enfrentamiento entre un proyecto imperialista de dominación global por parte de los Estados Unidos y uno de soberanía representados por los países excluidos?
Estados Unidos termina el año con síndrome político esquizoide, agudizado por la pérdida de influencia en el mundo, por la rebelión autónoma de países de Latinoamérica, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, y la emergencia de potencias globales como China y Rusia.
Así, la Cumbre por la Democracia, intentado ser parte del paquete de una política exterior llamada a resolver una crisis de hegemonía, resulta ser un regalo fallido para complacer a un beneficiario local y mundial que demanda soluciones de fondo, más allá de ciertas dadivas con envoltorio navideño.