Una de las grandes obsesiones políticas de la derecha criolla ha sido, desde el morenato hasta la actualidad, la descorreización del país. Una realidad concebida a partir de una condición ideológico política permitida: el correísmo sin Correa. Es decir, la presencia de una tendencia progresista sin el líder, relegado a un exilio forzado en Bélgica. Una estrategia que se ha cumplido paso a paso y que, con pruebas o sin ella, se ha puesto en escena bajo la forma de persecución mediante la judicialización de la política. De este modo, desde el propio Rafael Correa, incluidos principales colaboradores de su gobierno y militantes del movimiento Revolución Ciudadana (ex Alianza PAIS) son acosados por instituciones como la Fiscalía General del Estado, Contraloría, SRI y Cortes nacionales cooptadas al servicio de los propósitos conservadores que pusieron en marcha diversos procesos judiciales hasta encontrar alguna razón para llevar a la cárcel a militantes del progresismo. Estrategia, por lo demás, que no es oriunda del país, sino que fue implantada a nivel continental como parte de la geopolítica practicada por la embajada norteamericana.
En esa dinámica de una justicia amañada, juicios a millares surgir investigaron. encontraron o se inventaron pruebas basadas en forjados elementos de convicción para sentenciar, condenar y encarcelar a los más conspicuos representantes del correísmo sin Correa. Incluso, el propio ex presidente es motivo de una condena basada en el “influjo psíquico” que habría ejercido, a través de su cuenta de Twitter o las condenas a Jorge Glas y Alexis Mera encarcelados, sin pruebas fehacientes.
Una historia recurrente
El correísmo sin Correa es una tendencia que, actuando en ausencia del líder, participa en elecciones presidenciales y alcanza 47 representantes en la Asamblea Nacional, no obstante que, la gran mayoría de ellos adolece de “falta de experiencia e inmadurez” como ha reconocido Virgilio Hernández.
Con esa bancada parlamentaria agrupada en el movimiento UNES ha tenido que lidiar el régimen para obtener la tan ansiada gobernabilidad, junto a otros segmentos de oposición legislativa -socialcristianismo, PK e ID- apoyado en una minoría militante e independientes con la cual, circunstancialmente, logra conseguir “mayorías móviles”. En dicha dinámica el Gobierno ha echado mano a todo, en sinuosa conducta que incluyó en su momento la traición, el dinero del maletín, el chantaje y los pactos políticos transitorios, mostrando ser un muy poco confiable interlocutor político. En tal escenario, el correísmo sin Correa ha caído en la trampa de confiar en un contrincante nada confiable.
El correísmo, como todo ismo, refleja una realidad distorsionada. El sufijo “ismo” resulta reduccionista en una generalización que opera como una abstracción que oculta matices y contradicciones. El correísmo no escapa a esta condición, puesto que en su acepción política supone la existencia de un caudillo -físicamente ausente- en capacidad de movilizar en su nombre (por “influjo psíquico”) a una masa de seguidores acríticos -borregos les decían hasta hace poco-, para actuar como conglomerado sin líder presente en el escenario político criollo. En ese espacio el correísmo y Correa son caras de una misma moneda. Su influjo actúa amparado en el carisma de su personalidad activista en un país tribal que requiere de líderes chamánicos, del curaca de la tribu, para inducir liderazgo por sabiduría y experiencia. Reunidos los requisitos, Correa accedió al poder apoyado por una masa ciudadana que reclamaba liderazgos fuertes, agobiada por un sistema político partidocrático corrupto e ineficiente al que había que ponerle fin. El nuevo líder consiguió serlo en su capacidad de interpretar este sentimiento y aspiraciones masivas de justicia social y derechos colectivos que se plasmó en ocho triunfos electorales, dos periodos de gobierno y una Constitución que recogió los anhelos de buen vivir de las mayorías. Lo notable de este proceso es que el líder consiguió serlo sin un partido orgánico, sin apoyo de bases organizadas en sindicatos o movimientos étnicos, con los que nunca concibió alianzas estratégicas, y sin delegar el poder en una promoción de cuadros en capacidad de reemplazarlo. Esta virtud se convertiría en su peor debilidad.
Poseedor de un verbo grandilocuente, privilegiado con una memoria elefantiásica y una frontalidad sin límites, el líder fue conformando una conjunción de seguidores acríticos que poco le exigían y mucho esperaban de su capacidad de maniobra para llevar adelante el país. La mesiánica conducta de Correa, con tal mesianismo, no reparó en los medios frente a los fines, y llevó al poder a un sucesor cuyas cualidades desconocía o silenció a destiempo y Moreno hizo todo lo pertinente para desbaratar aquello que su mentor realizó en el país, sacando provecho del capital político y la nostalgia del correísmo sin Correa, traicionando a sus adeptos luego de ser elegido en las elecciones presidenciales del 2017. Así, un gobernante discapacitado para ejercer el poder se propuso descorreizar al país bajo una frontal persecución al líder y a sus adláteres. Varios de los cuáles pusieron pie en polvorosa, otros terminaron en la cárcel y una mayoría guardó silencio y no faltó quienes se cambiaron de camiseta o se contrataron en el nuevo Estado del morenato.
A partir de entonces, el correísmo sin Correa se convertiría en una tendencia emocional, nostálgica que prefirió rendir culto al líder ausente sin contradichos, obediente, disciplinada, bajo un influjo psíquico ejercido por Twitter, mientras el Estado persecutor conseguía que el líder se alejara, cada vez más, del país. Sin pruebas, o con indicios forjados, fiscales y tribunales corruptos hicieron lo suyo, lo condenaron y declararon prófugo, con notificación roja de Interpol que nunca procedió a ejecutar ante sospechas de una clara persecución política. Quienes cayeron en prisión por la misma causa penitenciaria y cientos de militantes acusados por fiscalías, cortes y detal, en busca de motivos para judicializarlos, son víctimas hoy de la opacidad de un correísmo sin Correa.
Un correísmo sin claridad de acción que actúa por obediencia y disciplina, sin reflexionar junto al líder, que se acerca a una conducta propia de una congregación motivada por la fuerza irracional de la fe, un acto inexplicable e indestructible por la vía de la razón. El peregrinaje político del correísmo sin Correa lo habría hecho pactar con un Estado persecutorio, no confiable, regentado por políticos de vocación traidora que hacen de la felonía un gesto político. Mal negocio haber negociado -en caso de ser cierto- con un mandatario capaz de traicionar a sus aliados socialcristianos que lo llevaron al poder, y que actúa en la misma línea con sus aliados coyunturales indigenistas y socialdemócratas. ¿Falta de experiencia o madurez política? La historia lo dirá. Por lo pronto salta a la vista la falta de consistencia y coherencia ideológica -según los más críticos-, producto de la carencia de formación política orgánica y una oportuna promoción de cuadros en capacidad de conducir al correísmo sin Correa.
A los “errores” presentes habría que añadir los del pasado, que se suman a una arrogante actitud del correísmo sin Correa que actúa políticamente prescindiendo de otras fuerzas progresistas, convencido de que la política se hace sin alianzas o compromisos serios e inteligentes. Conducta que se evidencia en la obsesiva en incomprensible crítica a sectores indígenas y sindicalistas que pudieron haber sido sus aliados en un frente político de mayor alcance y amplitud.
Autosuficiente, el correísmo sin Correa convirtió el liderazgo en obediencia disciplinaria irreflexiva, nadie se atreve a decirle al líder ausente que es un error denostar constantemente a sus potenciales aliados. Una realidad negativa -tal vez la peor- que se habría podido evitar con un liderazgo colectivo, propio de una instancia partidista orgánica que surge del centralismo democrático que genera decisiones basadas en el criterio militante de diversos actores que confluyen en directrices únicas adoptadas por consecuencia política con principios, no solo con personas. Lo contrario es teísmo político puro y duro, actos de fe en un ser investido de una superioridad incuestionable, una deidad que, en su peor expresión, puede condenar al infierno político.
Estas son realidades que cuando se las recuerda a militantes del correísmo sin Correa, se ponen bravos o reaccionan con el ceño fruncido por las sospechas.
Malos signos de la descorreización del país.