Cuando Marx describía la sociedad capitalista como una sociedad dividida en clases, más concretamente en lucha de clases, entre el proletariado y la burguesía, dejó sin precisar dónde se ubicarían los sectores intermedios de aquellos que no se identifican con los dueños de los medios de producción y con los poseedores nada más que de su fuerza de trabajo. En este limbo los sectores medios oscilan entre alinearse con los dueños del capital -aspirando convertirse en su similar-, y otros se describirán proletarios, término que alude a la prole de hijos que deben sustentar con escasos recursos.
Estas definiciones económicas han tenido expresiones en la política, al punto que la clase media forma sus propias organizaciones partidistas en virtud de la cosmovisión ideológica con que se identifica. Cosmovisión para muchos sinuosa, acomodaticia en una zona de confort que permite a sus adeptos oscilar entre los pecados mortales de la derecha y los veniales de la izquierda y viceversa. Dicho de otro modo, la clase media se agrupa siempre en el centro derecha o centro izquierda, según la coyuntura del momento.
En este vaivén ha jugado siempre sus cartas políticas, yendo de un extremo a otro. En Chile de 1970 la Democracia Cristiana (DC), organización típicamente definida como “de clase madia”, condicionó su apoyo a la Unidad Popular en un llamado Estatuto de Garantías Constitucionales que obligaba a Salvador Allende gobernar con burócratas del Estado heredados del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei, al punto que la misma secretaria del nuevo presidente fue desde un comienzo de esa tendencia. El chantaje político de la DC perdió, definitivamente, la careta el 11 de septiembre de 1973, luego de tres años de abierta oposición al gobierno de la Unidad Popular, cuando sus militantes y partidarios celebraron el sangriento golpe de estado militar bailando cueca en las calles del país.
En Ecuador, la clase media se parapeta políticamente en la Democracia Popular o en la llamada Izquierda Democrática que, contrariamente, a lo que se cree son organizaciones que ya no se alinean a la socialdemocracia internacional por sus constantes coincidencias con posiciones ideológicas de la derecha neoliberal. Sintiéndose propietaria de la verdad impacial -como suma de las partes- la clase media, políticamente ecléctica, facilita indistintamente el acceso al poder de la derecha y de la izquierda continental, dirimiendo en las apariencias los conflictos de clase.
La tendencia centrista -como medianía de la clase media-, no tiene rubor político y reivindica sus intereses sin tapujos ni eufemismos, como es el caso de Ecuador, país en el que abiertamente cuestionan que la reforma tributaria propuesta por Guillermo Lasso afecta “los bolsillos de la clase media”, al gravar impuestos a personas naturales que obtienen ingresos en un rango considerado mediano. En otros casos, la clase media ha levantado las banderas de “la libertad y la democracia” junto a las posiciones anticomunistas de la derecha más oligárquica y reaccionaria del continente. Ese es el drama de clase media, su esquizofrenia ideológica entre ricos y pobres.
En Chile del 2021, el país se polariza como resultado de los frontales enfrentamientos del pueblo con los defensores de los vestigios de la dictadura militar que, amparados en una Constitución impuesta a sangre y fuego por Pinochet, buscan mantener sus privilegios de clase. Ante la pugna popular por echar al tacho de la historia la Constitución pinochetista, y la resistencia del régimen de Piñera por mantener los preceptos constitucionales heredados de la dictadura, la clase media perdió terreno político en el país del sur, tanto así que, en las elecciones presidenciales de la primera vuelta del domingo pasado, la Democracia Cristiana ocupa un relegado cuarto lugar. No obstante, sigue ostentando el papel dirimente entre la ultraderecha y la izquierda que se enfrentarán el próximo 19 de diciembre en la segunda vuelta electoral por la presidencia de Chile. La clase media chilena, pese haber sido, históricamente, reprimida en las calles y en las cárceles junto a la militancia popular de la izquierda cuando se trató de enfrentar a la dictadura pinochetista, hoy no renuncia al coqueteo político con el fascismo.
En las jornadas callejeras de octubre del 2019, si bien el ímpetu popular desbordó a los partidos tradicionales, la clase media chilena jugó un rol clave en oponerse a la herencia dictatorial poniendo en jaque al régimen neoliberal de Sebastián Piñera. En las calles la Democracia Cristiana se manifestó por cambiar la Constitución pinochetista y crear una nueva carta magna, fruto de una constituyente. En las urnas expresó diferencias de planteamientos con la ultra derecha y con la izquierda como un síndrome esquizoide de la medianía propia de su clase.
En Ecuador, la clase media criolla comienza a contradecirse en sus intereses con los propósitos de la derecha neoliberal que quiere meterle la mano al bolsillo para solventar el déficit fiscal que un gobierno incapaz de solventar, pasa la factura al país. Incluso, se autocalifica por su nombre genérico de clase media sin que nadie se escandalice y sin que lo mismo le esté permitido al proletariado. Contrariamente, en Ecuador la clase obrera tiene vergüenza de llamarse a sí misma por su nombre -prefiere calificase como «sectores populares»- y si lo hiciera, sería un escándalo a la hora de reivindicar sus derechos. He ahí un complejo de inferiodidad politica que no tiene la derecha.
Es hora de que la “clase media” aprenda las lecciones que le impone la historia. A través de esta historia los representantes políticos de su clase han jugado un rol innoble, cómplice del fascismo; sus congéneres son presa fácil de fascistizar con falsas promesas que golpean en lo más endeble de su desesperación y desorientación política de clase. Así ocurrió en Alemania y en Chile y puede ocurrir en Ecuador. Sintiéndose con poder dirimente, la clase media y sus organizaciones partidistas juegan un rol políticamente prostituido, rastrero, vendiéndose al mejor postor.
Es la hora histórica de que la clase media deje de jugar el papel vergonzante de no ser “ni chicha ni limoná” -que denunciaba Víctor Jara en su canción- y asuma el rol consecuente con sus intereses objetivos que, por definición, deberían estar siempre más cerca de pueblo y su destino de clase.