Vivir en la cima -aun cuando no de riquezas materiales- en la loma de San Juan en Quito, es una aventura cada día vivir de lo que escribo y escribir de lo que vivo. San Juan, barrio quiteño aledaño al barrio América que recuerda la hermandad de la patria grande en callejuelas que llevan el nombre de capitales latinoamericanas. Patria grande, tantas veces empequeñecida por gobernantes inspirados en minúsculos propósitos políticos.
El barrio San Juan de casas inclinadas en esquinas en pendiente, siempre con necesidades pendientes de satisfacer. Barrio que conserva la prestancia de distrito amable con aires comunitarios en la diversidad de sus negocios, la panadería que expende pan amasado por el vecino, verdulerías y tiendas, boticas de extraños ungüentos medicinales, negocios de quesadillas emblemáticas del barrio, fruteras que traen generosos frutos del país; talleres, zapaterías y carpinterías, que animan la vida de una barriada donde aún la gente se saluda por su nombre.
Desde la atalaya del barrio la ciudad es otra, lejos del mundanal ruido se sume en silencios de abandonos que dejan oír el rumor citadino como leve murmullo a la distancia. Desde este balcón urbano, la geografía propone hacer un inventario de la historia en cada edificación que vence al tiempo, en uno de los sectores más representativos de la ciudad por su tradición y arquitectura, construido sobre ceniza volcánica estabilizada y cangahua.
Este mirador natural, que tiene ingreso por la calle Carchi, deja divisar los jardines del claustro de La Concepción y, junto a ellos, las construcciones que fueron ganando terreno en la parte norte de la capital. El barrio creció poblándose de inmigrantes provenientes del sur del país. El relleno de quebradas sobre el que se asentaron, terminó de configurar su orografía urbana como en la calle Matovelle. San juan no solo es un balcón, es también un lugar de huecas gastronómicas como Los Motes de San Juan, célebre «picada» de comida típica ubicada desde hace algunos lustros entre las calles Nicaragua y Riofrío. Para los años cuarenta, cuando el uruguayo Jones Odriozola hizo el Plan Regulador que marcó el crecimiento de Quito, este barrio ya existía. Por ese entonces fue cuna -50 años atrás- de reconocidos cultores de música nacional como Fausto Gortaire, Potolo Valencia, Hermanos Baca, Don Medardo y sus Players e incluso los Pibes Trujillo y Carlota Jaramillo.
El barrio San Juan creció vecino del barrio América, un lugar de la ciudad que rinde culto a la confraternidad latinoamericana. Barriada, en sus orígenes aristocrática, hoy alberga talleres impresores en una ciudad que escribe bien, publica poco y lee menos. Excepto, claro, con salvedad del caserón cultural Casa Égüez, en la calle Juan Larrea, que engalana al barrio con su presencia de estilo clásico, la librería Rocinante y sus eventos culturales de lectura, pintura y teatro que tienen lugar allí. En una noble casona restaurada pervive la Campaña de Lectura Eugenio Espejo que tiene a su haber más de siete millones de libros publicados; y, como todo buen hogar, es hospitalaria con los amantes de las bellas artes y las buenas letras. Refugio de orfandades culturales, Casa Égüez, es además lugar de encuentro de leales amigos gracias a sus anfitriones, los hermanos Égüez -Iván y Pavel-, afanados en hacer del lugar un centro de irradiación cultural de alcance nacional.
El barrio América cuenta en sus linderos con el centro médico público más grande del país, el Hospital Carlos Andrade Marín (HCAM), de la seguridad social, que en este tiempo de pandemia se convirtió en el escenario de la lucha por vivir de cientos de personas -algunos no vivieron para contarla- entre las paredes de sus unidades de cuidados intensivos que se convirtieron en definitivos a la hora del final. Muchos de aquellos que libramos la batalla extrema entre muros pálidos como el rostro de los residentes, no guardamos sino gratitud a su personal médico, hombres y mujeres guardianes de la vida que la salvaron con sus saberes y vocación de entrega sin otra recompensa que un precario sueldo, en interminables jornadas de lucha contra la muerte. Días febriles, dolorosos, asfixiantes que hicieron perder la vida a tanta gente a expensas de un virus que no les dio tregua. El barrio América también tiene salas funerarias por si alguien se pasa unas cuadras más allá del HCAM en este deambular por la vida. Son casas fúnebres modestas, sin el boato que pretende distinguir ricos de pobres. Como si la muerte fuera menos democrática que la vida y no diera a todos similar oportunidad.
El barrio San Juan también tiene un centro de arte, el CAC, Centro de Arte Contemporáneo, construcción de clásica belleza que hasta hace poco tiempo fue un elefante blanco en manos del Municipio Metropolitano que no le daba un uso cultural frecuente. Luego de haber sido sede militar colonial, hospital de campaña, devino en sede de artes contemporáneas. No obstante, las objeciones de la mexicana Avelina Lesper, siempre intransable crítica de expresiones artísticas de un tiempo contemporáneo que, según su apreciación, en exposiciones, instalaciones y performances no reconoce creación propiamente dicha, porque los objetos exhibidos como arte antes de ser piezas ornamentales o artísticas, fueron artefactos fabricados como objetos de uso cotidiano. Prueba de ello es el urinario de Ducham que convirtió a la pieza higiénica en expresión de discutible “arte contemporáneo”.
Ambos barrios cuentan con instituciones educativas emblemáticas del país, el Colegio Mejía en San Juan, cuna didáctica de personajes notables, y la Escuela Municipal Espejo de antigua tradición académica en el barrio América. Ambas contrastan en prestigio -confiesan los vecinos- con casas de cita y trabajadoras sexuales en la calle Portoviejo, y la presencia ausente del añejo cine porno, América.
Desde la atalaya de la loma de San Juan, es posible inventariar la historia de la ciudad, y del país de ser el caso, a partir de su caprichosa geografía de callejuelas escarpadas, esquinas inclinadas y balcones -ahora solo decorativos- que ya no reciben inquilinos, excepto una que otra maceta de flores coloridas. Desde este mirador, la historia se muestra simbolizada en construcciones de un pretérito con abolengo, entre las que destacan caserones aristocráticos y el palacio legislativo -moderna sede del Parlamento- que, como indica su nombre, se habla mucho y hace poco. Tantas veces comparado con un anfiteatro de la democracia simulada en el que tiene lugar representaciones histriónicas que no reflejan las reales necesidades del país. Puestas en escenas de tramas caricaturescas protagonizadas por los “padres de la patria”, versión cívica machista que no reconoce a las madres de la patria, como si ésta hubiere sido engendrada en matriz extraña, en parto asistido por inseminación históricamente artificial, concebida por gente ajena a la nación ecuatoriana.
Allá, en la lontananza urbana, dos parques de la ciudad entre árboles añiles se disputan el privilegio de ser el “pulmón de la ciudad”: La Carolina, originalmente una laguna, y el parque de El Ejido, antaño lugar de pastoreo de caballos y ganado. Escenario donde ardió la hoguera bárbara que chamuscó los restos del mejor gobernante del país, el viejo luchador Eloy Alfaro, pretendiéndose ocultar el crimen y el oprobio histórico del que fuera víctima.
La ciudad de Quito, no obstante, de historia discutible y delirante geografía recibió la nominación de Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1978, en reconocimiento de la Unesco a sus estrechos zaguanes, balcones e iglesias coloniales que conforman el Centro Histórico de la urbe. Sin duda, mención ostentosa en el marco de un marketing turístico que no calla su discurso, frente al silencio cultural de una ciudad condenada a la orfandad ilustrativa por sus propias instituciones de cultura.
Desde la atalaya de San Juan, poco se divisa en detalles el Centro Histórico de la ciudad, excepto la Basílica del Voto Nacional que, durante más de un siglo hizo votos por llevar a feliz término su construcción, un bello edificio de estilo gótico tardío. Ciertas creencias populares cuentan que el día en el que se terminase de construir la basílica, el Ecuador desaparecería como un Estado libre y soberano. La Basílica fue bendecida por el papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1985, aunque fue consagrada e inaugurada oficialmente el 12 de julio de 1988. Desde entonces el país continúa su parsimonioso devenir como democracia formal regentada por un Estado que sobrevive en dudosa libertad y soberanía. Como expresión de dicha circunstancia, desde la atalaya de San Juan tampoco es posible divisar el Palacio de Carondelet, sede del gobierno que no se deja ver a los ojos del pueblo, como genuino representante de sus necesidades e intereses, según sus opositores.
La verdad sea dicha, desde esta atalaya no se domina toda la ciudad en su largo y ancho emplazamiento, extendida como un manto sobre las elevaciones andinas a 2.850 metros sobre el nivel del mar, y bajo el cielo azul más hermoso y caprichoso del mundo. Mejor que así fuera, nadie puede pretender dominarlo todo en este mundo. Pese a la edad de la cordura, en la locura en la que puedo, ventajosamente, vivir de lo que escribo y escribir de lo que vivo.