Por Xavier Lasso M.*
Yo la recuerdo serena, arrimada al umbral de la pequeña puerta de salida del pequeño patio frontal de la pequeña casa del barrio Orellana, donde vivíamos en Guayaquil.
No era muy tarde, quizá 10 de la noche, o quién sabe si 11, estaba como esperando algo, envuelta por la brisa de la noche guayaquileña, noche fresca, yo llegaba en mi pequeña camioneta Colt Mitsubishi, un Ferrari era ñarra ante mi poderoso vehículo: “Quieres darte una vuelta mamita”, el sí era inmediato porque en realidad estaba esperando que el primero, de cualquiera de sus últimos hijos, llegará para enfilarnos a un paseo por la avenida de las Américas, que solo llegaba al aeropuerto, dabas vuelta en U, tomabas luego la Kennedy, a la Víctor Emilio Estrada, hasta la Carlos Julio Arosemena, Nueve de Octubre, La Rotonda, el eterno estrechón de manos entre el arrogante Bolívar y el resignado San Martín, según la sesgada interpretación del argentino Jorge Luis Borges.
Mamita, así la llamé siempre, era generosa, oriunda de Portoviejo. Llena de habilidades, creo yo que a sus hijas les exigía, casadas y todo, una llamada diaria a reportarse, caso contrario la ley del hielo caía como quemante aguijón. A los varones, era común que así nos dijeran, nos dejó siempre más libres, su matriz correspondía a la época: las niñas en casa muy cuidadas: yo a mis doce, debía sacar del colegio, acompañar a una hermana, no importa si era mayor, hasta la casa, ir con el ojo seco era la consigna, reportar cualquier extraña mirada de los atrevidos galanes y sus piropos. Me encantaba ir con el chisme a donde mi madre, atenta escuchaba el reporte y luego exigía explicaciones.
Cocinaba como diosa, sus chocolates, su pan de almidón, y otros manjares manabitas no los he vuelto a saborear en ninguna otra parte. Gozaba de ciertas tardes con sus amigas y el cafecito. Muchos en el barrio se enteraban que Nora, bello nombre que mis hijas, ninguna de ellas, lo tiene, había hecho sus panes y eran capaces de caer con una canasta a ver si algo les alcanzaba en el reparto.
No iba al cine, paradoja porque a mi padre, en cambio, la atmósfera atrayente de la gran sala oscura lo convocaba infaltablemente cada fin de semana. Nora escuchaba música y alguna parte de la música ecuatoriana y sus bellos poemas, que me gustan tanto, se lo debo a ella: “por más que estiro las manos nunca te alcanzo lucero, jugo de amargos adioses es mi vaso predilecto, yo me bebo a tragos largos mi pócima de recuerdos…”, Nora escuchaba y a mí me tocó luego, sentir en mi propia piel, con exagerada melancolía, que no tenía verosímil contraparte, algo de las penas de semejante tradición musical ecuatoriana.
Nora visitaba a sus amigas, me tocó, alguna que otra vez, ir a Manta, quería ver a unas señoras que hoy ni siquiera recuerdo sus nombres, pero era cosa de ella, porque a mi me tocaba llenar esas horas de espera, hasta el retorno a Guayaquil, con visitas solitarias al mar, solo verlo, porque no estaba planeado chapuzón alguno.
Nora era buena, sus hermanos, y hermana, la respetaban, la amaban y, creo que, hasta le temían. Sino que lo diga el tío que, pasado de copas, llegaba a casa: “Está Nora era la pregunta; sí, podía ser la respuesta, chuso, mejor me voy”.
Uno de los actos de mayor ternura que recuerdo de ella, que además desvela otras de sus tantas habilidades, y que lo tengo pegado en la piel, como camisa, es, precisamente, su llamado perentorio: “Xavier hijo, si mamita; párate aquí”. Sentada ella frente a su máquina eléctrica de coser, con cinta métrica en mano, sobre las máquinas unas telas únicas, retazos que sus amigos “turcos” le vendían como ganga, me tomaba las medidas y, al día siguiente tenía una camisa con diseño único, exclusivo, que yo el lunes exhibía en la escuela con sobrado orgullo. “Ese man camisa nueva” Sí, hecha por Nora, tela importada, que se vendía en los almacenes del centro de Guayaquil.
Como era callejero y jugaba al fútbol con los pata al suelo, el ollón de avena no podía faltar, un roscón también, si la situación lo había permitido, el panadero y esas hermosas canastas como bateas, todo en Guayaquil llegaba a domicilio, te las vendían a un precio que yo nunca me enteré. Nora siempre lo sabía, y como maga, hacía que después del fútbol sus hijos tuvieran al menos para un vaso de avena, siempre abundante cena y, ni se diga, almuerzos que hasta podían incluir riñón salteado con papas fritas. Nora hacía que nadie se muera de hambre, hasta alcanzó para entenados, herencia de su madre, mi abuela, que vivieron con nosotros: “la casa es chica, pero el corazón es grande” decía siempre. Esos como hijastros se graduaron en el mismo colegio mío: el glorioso Vicente Rocafuerte.
Nora era diabética, el rito de la insulina diaria, sin jeringas descartables, a mi padre le tocaba, con celo de médico, aunque era contador, hervir la jeringa de vidrio, la aguja especial, tomar la dosis exacta, sacar cualquier burbuja del liquido e inyectar la bendita y salvadora insulina que el páncreas de mi madre ya no podía producir. Viví muchas crisis de ella, desfallecía, parecía que se iba, así que me tocó aceptar, no siempre serenamente, que la muerte ande rondando por ahí.
Por eso, porque no quiero hablar de los Pandora Papers, papelón, se me ocurren estas líneas para lamentar, y rechazar, que el nombre de mi madre Nora se haya utilizado para llamar a un entramado, a un opaco meandro de evasiones que ella, mujer bondadosa, humilde, jamás se habría imaginado.
*Xavier Lasso Mendoza, escritor, director de Fondo De Cultura Económica Ecuador.