Decía el gran Sigmund Freud, palabras más, palabras menos, que la salud mental se encuentra en
ese punto de equilibrio en donde un ser humano no tiene obstáculos internos para poder amar y
trabajar, es decir las dos acciones humanas que permiten la continuidad y el mantenimiento de la
existencia. De ahí, entonces, que el trabajo se considere uno de los derechos fundamentales de los
seres humanos. Las personas necesitamos trabajar para desarrollar nuestras capacidades, para
ponerlas al servicio de la sociedad, pero también el trabajo nos hace merecedores de una
retribución económica que nos permitirá nuestra subsistencia y la de las personas que dependen
de nosotros. En este intercambio, es importante que quienes trabajan estén conscientes de sus
obligaciones de trabajadores; pero también es importante que los empleadores proporcionen a
sus empleados unas condiciones dignas de trabajo, que además les permitan una vida digna
cuando su vida laboral haya cumplido su ciclo. Sin embargo, en el mundo neoliberal, el trabajo se
considera una dádiva de quienes han ‘creado’ instituciones y empresas que requieren del trabajo
ajeno hacia quienes necesitan del trabajo para su subsistencia. Y es así como las élites y ciertos
empresarios nacionales, aupados por el actual gobierno, condicionan la supuesta creación de
fuentes de trabajo a que se cumpla con sus requerimientos, casi siempre impulsadas por esa sed
de ganancia que puede definirse sin temor a equivocación como codicia.
En muchos países del mundo, y no necesariamente aquellos considerados socialistas o
izquierdistas, los gobiernos e incluso los empleadores están conscientes de los derechos de los
trabajadores. Sin embargo, en nuestro medio, y más tratándose de un gobierno no solo ‘amigo’ de
los empresarios, sino constituido en su brazo ejecutor y totalmente a sus órdenes, la idea es
reducir al mínimo los beneficios de los trabajadores, pues para los empresarios no existe una
lógica del bien común, sino de poner sus intereses económicos por encima de todo.
Es en este sentido en donde, haciendo gala de capacidades extorsionadoras que colindan con lo
delincuencial, las élites condicionan la contratación y la creación de empleo a lo que llaman
‘incentivos’ o ‘estímulos’, que no son más que medidas para ir precarizando al máximo el trabajo y
sus justos beneficios: sueldos dignos, seguridad social, jornadas adecuadas, permisos por
maternidad y lactancia, reconocimiento de horas extras. Todo eso, muchos de los empleadores
ecuatorianos lo toman como una afrenta. Y cuando el viento sopla a su favor parecen considerar
seriamente el trabajo esclavo como una opción válida.
Muchos de los empresarios aducen que ellos han ‘trabajado duro’ para llegar adonde están, que
han generado riqueza y que crean empleo. Sin embargo, desconocen el aporte de quienes han
trabajado en sus empresas, y que forman parte incuestionable de todos aquellos logros. Incluso en
estos tiempos de robótica e inteligencia artificial, los trabajadores aún desempeñan un rol
importante y son parte fundamental de las empresas que los contratan. Sin embargo, se
desprecian sus derechos y se desconoce la importancia de su participación en los procesos
productivos y la supuesta generación de riqueza.
Además, existe un manejo perverso del discurso en relación con las condiciones de trabajo, sus
beneficios y el verdadero sentido de la precarización laboral. Los empleadores se victimizan, pero
sobre todo amenazan: si no es bajo nuestras condiciones, no habrá trabajo. Así de simple. En el
gobierno de la Revolución Ciudadana, por ejemplo, hubo quienes sacaron sus empresas de Ecuador y las llevaron a Perú, porque supuestamente allí las condiciones de ganancia (que no de trabajo) les favorecían más.
La mayor guerra de la especie humana, quizá la única y permanente guerra, es aquella donde se
confrontan la solidaridad y la codicia. Y esta última, artera, manipuladora y apta para el muñequeo
y la labia entreverada, siempre esgrimirá razones fabricadas y prefabricadas, sofismas y falacias
hábilmente maquilladas para seguir por la senda de la explotación, la usura y la ganancia
descomunal y espuria, no importa quién pase hambre, necesidad o angustia. Y tampoco importa
todo eso que se conoce como ‘daños colaterales’ mientras sus arcas se inflen y sus privilegios se
ensanchen. Lo triste es que muchos trabajadores se dejan envolver por el discurso y piensan,
ilusamente, que un día ellos podrán fungir de ‘empresarios’ o ‘emprendedores’, cuando lo
verdaderamente ideal sería que la tortilla se diera vuelta, no en un absurdo anhelo de venganza,
sino simplemente para que el mundo no siga siendo un paraíso para unos pocos y un vasto
infierno para la mayoría.