Bien se pueda jugar con las palabras cuando se trata del parlamento y, por lamento, se entiende la victimización que los legisladores hacen de sus atribuladas humanidades, sufridos por las acusaciones que llueven de todos los rincones. Camiseteros, coimeros, diezmeros, corruptos, traficantes de influencias es lo menos que se les dice. Las cifras hablan por sí mismas, un menos 10% de aceptación popular y credibilidad no superior al 8%, según encuestas de opinión, para la Asamblea Nacional precedente y la actual sigue los mismos pasos.
Se habla de animadversión contra los padres de la patria de parte de los hijos de la gran ingratitud que no reconocen la labor legislativa esforzada y tesonera encabezada por la presidenta Guadalupe Llori que registra el récord de 28% de ausencias a las sesiones legislativas. Con bajo rendimiento en productividad en leyes a algunos asambleístas la cuarentena les sirvió para ‘pasar de agache’, como dice el pueblo. Agachados mientras el país se caía a pedazos durante las protestas de octubre y la crisis social campea. Y las pruebas de la ineficiencia, o preferencia por sus asuntos privados, saltan a la vista y a los oídos con audios que los delatan con su propia voz comprometiéndolos en asuntos, por decir lo menos, raros, como sucedió a la vicepresidenta Bella Jiménez.
El discurso distractor es que son incomprendidos, legisladores que rasgan vestiduras y no ven la paja en ojo propio. Sobreactuados, histriónicos gritan a los cuatro vientos que luchan contra la corrupción, como Fernando Villavicencio, malabarista ante las cámaras. Posan de imperturbabilidad que suman a la victimización de sus pobres condiciones humanas, al fin y al cabo, humanos son y sorprenden al pueblo incauto que perdona con olvidos toda trafasía legislativa.
Los legisladores actuales, herederos de los anteriores, heredaron las mismas directrices partidistas, similares costumbres orgánicas y, por tanto, iguales prácticas legislativas, con singular desplante pretenden “brindar gobernabilidad” al Ejecutivo. No obstante, hace pocas días el propio F. Villavicencio pregonaba a los cuatro vientos que había legisladores de “pobre condición intelectual, profesional y ética”, por algo lo dirá.
El fraccionamiento parlamentario no responde a la diversidad sino a la incapacidad de sostener principios y tesis sustentables, mal que padece la mayoría de asambleístas. Supeditados a su propia ambición, no falta quienes sucumben a la tentación de venderse al mejor postor.
Por eso el pueblo es pesimista cuando mira la fachada de la Asamblea Nacional, entre sus paredes algo huele mal en Dinamarca. Y no es un tema aparente sino recurrente que si preguntamos a un ciudadano de la calle su opinión, será sin duda lastimera del parlamento por lamento. Ese mismo pueblo que tiene cada cierto tiempo la intuición de votar a ciegas por sus “representantes”, sin conocer su origen ni destino, su formación cultural, valores y convicciones. El resultado no puede ser otro que crisis de legitimidad en la representación popular.
Me siento representado por mis representantes? Simplemente no. Representan mis intereses concretos e inmediatos estos señores? Indudablemente resulta difícil confiar en que crearán leyes a mi favor como ciudadano común y corriente, que evitarán se privatice la seguridad social que me protege, será seguro que legislarán en favor de una educación con recursos necesarios para los jóvenes, en fin, podrán evitar que se elimine el subsidio a los combustibles e impedir que se desate la inflación de los productos que consumimos a diario? Esas son las pequeñas grandes labores que les pido para sobrevivir. Que al menos se representen a sí mismos y no defeccionen por vergüenza propia.
Si les queda algo de dignidad entre sus ropajes de funcionarios públicos, que trabajen mirando al país. Un país que los está mirando desde la distancia en sus malabarismos impresentables.