Si, así como suena, narcoecologismo, la palabra puede sonar extraña a muchos, pero familiar a quienes a nombre de defensas ambientales hacen un juego peligroso a la industria del narcotráfico que en la provincia de Manabí tiene a uno de sus lugares operacionales estratégicos. En los últimos días cobró fuerza una aguda polémica entre comuneros manabitas y las autoridades oficiales por la instalación de radares en un cerro de Montecristi. La comunidad local se opone a que se instalen estos instrumentos en el cerro para que el Gobierno pueda combatir el narcotráfico, porque según ella, el cerro es ancestral.
El régimen, contrariamente, manifestó, a través de la ministra de Gobierno Alexandra Vela, que “es fundamental la colocación de los radares. El área ha sido declarada área de seguridad nacional y, por tanto, ése es el estatus que se va a aplicar”. Los radares son necesarios, según versión oficial, para impedir que las avionetas que conducen droga sigan utilizando pistas clandestinas en Manabí. Vela dejó entrever que cuando se hacen esas protestas no solo “hay temas de carácter ecologista, sino que hay otro tipo de intereses vinculados, para impedir el sistema de control”. Luego de la decisión, la FAE informó que para esa iniciativa se usarán 2,25 hectáreas y que se desbrozarán 149 metros cúbicos de madera. La oposición al proyecto va desde vigilancia comunitaria, demandas judiciales e incluso un eventual juicio político al ministro de Defensa.
El narco negocio
No vamos a rasgar vestiduras con moralismos contra el tráfico de droga que es un fenómeno esencialmente económico. El narcotráfico es un negocio que existirá mientras exista demanda. Y la demanda depende de un sinnúmero de factores socioculturales inherentes al sistema capitalista que ha identificado a los estupefacientes como la mercancía transable más rentable de la historia.
Como industria ilegal de alcance mundial, el narcotráfico consiste en el cultivo elaboración, distribución y venta de drogas, cuya prohibición del consumo se erige como causa principal de la producción clandestina. La naturaleza de esa producción es una empresa capitalista transnacional que se desarrolla por causas jurídicas, económicas, por el contexto socioeconómico precario o por políticas públicas deficitarias o inexistentes. Se trata de la actividad más lucrativa ya que deja ganancias millonarias, en la mayoría de los casos es de tal magnitud que supera ampliamente al negocio de las armas. Se trata, además, de un fenómeno de la pobreza, cuyo contexto socio económico indigente es utilizado como forma de sobrevivir en los barrios con mayores carencias materiales. Son los sectores marginales los que dan estructura, base y sostenibilidad en el tiempo al desarrollo de esta actividad ilegal, a cambio de la satisfacción de sus necesidades básicas que reciben del narcotráfico. La dinámica es violencia y legitimación. La legitimación tiene estrecho vínculo con el poder político que adopta una doble conducta frente al narcotráfico: por una parte, le “declara la guerra” y, por otra, son los mismos políticos los que están directamente involucrados. La violencia es la política con otras formas.
El narcotráfico en la actualidad pasó a convertirse en un problema geopolítico. El mapa muestra que Colombia, México, Perú, Venezuela, República Dominicana, Guatemala, Jamaica, Ecuador, Bolivia, algunos países de Medio Oriente y africanos, entre otros, son los más conocidos relacionados con la producción masiva y organizada o tráfico de drogas. En los Estados Unidos el narcotráfico fue la “salvación” que evitó la quiebra de muchos bancos estadounidenses durante la crisis en el 2008. África, región que antes era ajena al narcotráfico, ahora es la zona de mayor tránsito de cocaína por la falta de controles, políticas públicas, desorden económico y caos político y social. Si bien el orden internacional y la sociedad se oponen a la actividad, el narcotráfico es una fuerza que en el tiempo va cobrando mayor poder y su expansión, desarrollo y alcance está lejos de detenerse.
Ecuador, edén del narcotráfico
En Latinoamérica ocurre un fenómeno paradójico, puesto que son los grandes narcotraficantes los que terminan beneficiados con la prohibición y los operativos antidrogas que se practican en el continente sirven para eliminarle la competencia que enfrentan por parte de los pequeños y medianos distribuidores. Mientras que en la región importantes figuras políticas han sido ligadas con personalidades y dineros relacionados con el tráfico de drogas. Este fenómeno regional se refleja en Ecuador, país en el cual en lo que va del año se han decomisado 116 toneladas de cocaína, mientras que el total de los decomisos de droga en el 2020 fue de 128 toneladas.
El narcotráfico en el país genera un espectro variado de amenazas: vida, paz, capital social, medio ambiente, democracia e institucionalidad. Ecuador es territorio propicio al tráfico de drogas porque presenta debilidades como su proximidad con Perú y Colombia, corrupción, dolarización y una extensa red vial. Se ha demostrado que los índices de la actividad del narcotráfico en algunas provincias como Guayas o Manabí, y entre otras como Santa Elena, Esmeraldas, El Oro, Sucumbíos y Carchi, son agobiantes. En estas provincias se ha incrementado el volumen de droga decomisada, las pistas clandestinas y las narcoavionetas accidentadas. La industria además utiliza al país como centro de lavado de capitales ilícitos, se estima que el blanqueo de dinero interno está en el orden de los 500 a 1000 millones de dólares anuales. Esta actividad incluye, además, el “pitufeo” que consiste en la inversión de dinero sucio colombiano y el regreso de dinero del narco tráfico, a través de remesas de inmigrantes en grandes sumas que se fraccionan en pequeños envíos.
La lucha del Estado contra el narcotráfico como manifestación de guerra, en el plano de la realidad internacional, es infructuosa. Los estados con frecuencia inventan o exageran las amenazas que afrontan para concentrar el poder o justificar la represión. Tal era el caso de las “guerras sucias” en el Cono Sur. Y el resultado es el mismo: violencia inédita, destrucción institucional, corrupción oficial, drogadicción masiva y daños sociales ilimitados por efecto del dinero fácil.
El narcotráfico en Ecuador es una realidad vinculada al crimen organizado a nivel global, lo que se ha calificado como el «lado oscuro de la globalización». Una actividad que pone en riesgo la integridad física de las personas, el orden público, el monopolio estatal del uso de la fuerza, la democracia, las instituciones, la confianza entre los agentes económicos e incluso el medioambiente. No falta quienes piensan que, si no fuera ilegal, el narcotráfico sería nada más un problema de salud pública como el tabaco o el alcohol y no un fenómeno «del bajo mundo en el que las disputas se resuelven por la violencia y las mafias se arman para combatir al Estado».
Subyace el peligro del mito de considerar al narcotráfico como un problema para los países consumidores en el mundo desarrollado y una oportunidad para los productores y países de tránsito. La industria de las drogas es mucho más. El tránsito de estupefacientes y precursores, a través de Ecuador, deja una estela de corrupción y desconfianza social, predominio de mafias internacionales colombianas, mexicanas y rusas, y en su expresión cotidiana, violencia, y una cultura de la ilegalidad e influencia de los carteles que operan en la región.
Tal vez sea tarde para decir que Ecuador debe definir una estrategia anti narcótico conforme sus intereses y valores nacionales, y no asumir a ciegas acciones promovidas por otros Estados. Las alternativas no son muchas. Es muy probable que desde una perspectiva progresista pensar en la opción de legalizar el tráfico de drogas implique persuadir a la comunidad internacional en una iniciativa que no es nueva y tampoco garantiza resultados. A parte del costo de salud pública para los países consumidores una legalización del tráfico, sería una iniciativa internacional destinada a fracasar.
La sociedad parece condenada a que una política poco operativa, como la lucha contra las drogas, se puede mantener indefinidamente si es que no hay otra mejor alternativa. Oponerse a la instalación de radares, deja abierto los cielos a la proliferación del narcotráfico, equivale a cerrar los ojos ante un fenómeno sin fácil solución y que se pretende en vano zanjar vestido con traje ecologista.