La triada compuesta por Colombia, Perú y Chile tiene un denominador común como países donde estallaron las rebeliones pandémicas más importantes de la región, luego de que a comienzos del milenio fueron contrarios a la ola progresista sudamericana. En estos pueblos la pandemia no hizo guardar cuarentena a la protesta social y multitudinarias manifestaciones tuvieron lugar en contra de la crisis y el mal manejo por parte de un Estado incapaz que dejó al descubierto la caducidad de un modelo de desarrollo neoliberal.
Si bien la rebelión social en la pandemia no depende, necesariamente, de la vitalidad del progresismo, la protesta expresa una urgencia política que demuestra la pertinencia de indagar si el progresismo no se convirtió en una política de la espera.
En Colombia y Perú la supervivencia de las guerrillas durante los años noventa fue el pretexto para aplicar políticas represivas que criminalizaron cualquier forma de disidencia. En parte esto explica el motivo por el cual en estos países no hubo una marea progresista. En efecto, Colombia fue el opuesto exacto del progresismo de comienzos del siglo XXI con el gobierno del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) que adoptó la retórica de la “guerra contra el terrorismo”, generalizada a nivel mundial después del 11/9, y convirtió al terrorismo de Estado en una política popular. A lo largo de sus dos mandatos, envenenó el debate público e inclinó el tablero político hacia la derecha.
Prueba de ello es la naturaleza contrainsurgente del Estado colombiano que se volvió evidente en la extraordinaria brutalidad policial contra el motín popular que estalló en abril de 2021, en protesta contra el paquete de reformas antipopulares que el régimen pretendía aprobar en plena pandemia. Los manifestantes lo expresaron con toda claridad: “Si el pueblo está en las calles, es porque el gobierno es más peligroso que el virus”. El proceso colombiano enseña que los sectores dominantes que afirman su poder por medio de la contrarrevolución permanente, solo pueden parir Estados contrainsurgentes. Para estos gobiernos gobernar y reprimir son momentos de una misma forma estatal bajo un estado de guerra permanente que no responde a ninguna insurgencia, y, de este modo, el estado de excepción se convierte en regla.
En un mundo en donde el Estado viola sistemáticamente los derechos ciudadanos ¿Qué lugar queda para el progresismo que surge como una reivindicación de dignidad allí donde esta escasea?
Mientras que Colombia fue pionera del odio, Perú llevó al extremo la relación entre democracia y dictadura, con un mandatario como A. Fujimori que soñó con una dictadura por medios democráticos. En su gobierno el terrorismo de Estado liquidó a Sendero Luminoso y estableció un nuevo patrón político definido por el fraude electoral. Lo que vino después es historia, con un estado de inestabilidad permanente y el fantasma de la corrupción que cobró cuerpo en el país. En este marco, era razonable suponer que se abriría una ventana para el progresismo que irrumpió con el profesor y sindicalista Pedro Castillo. Más allá de la ideología del profesor, que combina rasgos de izquierda estatista con una moral conservadora, es preciso constatar que Castillo logra encarnar las esperanzas de un Perú profundo. En Perú quedaron a luz las fracturas de todo un continente, que generan mundos separados y reactualizan la fisura colonial. Frente a estos abismos, el progresismo podría ser percibido como una parte del mundo de los blancos: una misión civilizatoria que predica un evangelio incomprensible a los oídos de los condenados de la tierra.
En Chile la pandemia no logró disminuir la fuerza de la insurgencia popular iniciada en 2019. Las movilizaciones que duraron meses desafiaron un estado de sitio permanente bajo una represión brutal. Chile fue el escenario de una experiencia pionera y radical de neoliberalismo a nivel mundial en que el modelo de la dictadura pinochetista impone relaciones en función del mercado, postergando toda posibilidad de organización colectiva y resistencia popular. Incluso el partido socialista de Allende que retornó al poder en 2000 se había convertido en un órgano de gestión del neoliberalismo postdictadura. Ese sistema reconoce dos narrativas. La del éxito económico pregonada por el marketing estatal, y la de la vida de las personas en una sociedad en la que la educación es una mercancía y el sistema laboral condena a los trabajadores a inestabilidad sin derechos sociales mientras las jubilaciones llevan al suicidio a los ancianos. El estallido social de octubre de 2019 fue una reacción contra esa sociedad del desamparo. Contra todos los pronósticos, el resultado de las elecciones por una nueva Constitución castigó a la derecha, y también a la oposición convencional, identificada con la difunta Concertación: la lista formada por el Frente Amplio y los comunistas fue la más votada.
Los hechos políticos de Chile, Perú y Colombia son producto de una rebeldía que no cabe en las urnas progresistas. El cambio social en esos países avanzará por una ruta no trazada por el progresismo y esta vez no llegará de la mano del populismo. La potencial fuerza rebelde en América Latina anda en la búsqueda de nuevos lenguajes políticos para construir un mundo diferente. Un desafío radical de quienes creen en la emancipación real.