Uno de los peores males de la política es que las cosas que suceden en su espacio no sean perdurables. La falta de continuidad y perseverancia provocan inestabilidad y, con ello, pérdida de credibilidad en los proyectos. Si eso sucede a un político es perjudicial, pero si ocurre a un gobierno está en juego la estabilidad de un país.
Ecuador vive el síndrome de la fugacidad donde todo es transitorio, inestable, que es distinto a ser cambiante. Lo que cambia está llamado a consolidarse en un estado nuevo, pero la fugacidad además de tener fecha de caducidad, no garantiza su trascendencia.
Ecuador es un país que no lleva nada hasta las últimas consecuencias y tampoco hasta las debidas trascendencias, todo es efímero en la vida del país. Fenómeno que tiene que ver con la falta de vocación de futuro que describía Jorge Enrique Adoum entre nuestras señas particulares como nación. Pero, además, denota la falta de credibilidad en el presente y valoración del pasado. Los cambios son trascedentes cuando se conectan desde sus orígenes con el devenir histórico porque es cuando hacen sentido.
La fugacidad política del país hace que la palabra reinventarse – tan de moda en estos días pandémicos – sea nada más una afirmación eufemística, carente de significado real. Tantas veces el léxico cívico inventa términos vacíos o ampulosos, que no reflejan las condiciones reales de los hechos. Palabrería pura dirán algunos, demagogia dirán otros o manipulación acaso sea el término más apropiado.
La política tiene, entre otros males, la candidez de sus actores o la ingenuidad de sus acciones. En ambos casos es síndrome de subjetividad ante la realidad que los porfiados hechos políticos se encargan de desmentir.
Frases tales como “el gobierno del encuentro”, “consensos mínimos”, dichas en boca de personeros oficiales suenan a cantos de sirenas que a más de algún crédulo sorprenden por la altisonancia con que son repetidas en los programas de televisión pública y privada, campañas mediáticas y folletines propagandísticos.
Y hay personajes que calzan con el perfil del gobierno en cuanto su eufemismo político. La señora ministra de Gobierno, Alejandra Vela Puga, es un caso emblemático de candidez gubernamental. Nacida en San Salvador, República del Salvador, de padres ecuatorianos, ocupa el cargo desde el 14 de julio del 2021. Tiempo durante el cual ha dado al régimen el toque de candor en medio de una crisis de gobernabilidad evidente ante la fugacidad de los acuerdos parlamentarios establecidos en busca de la tan mentada gobernabilidad y, que hoy, parecen hacer agua por los cuatro costados.
Vela, con una formación ideológica democratacristiana, fundo el partido Democracia Popular bajo la concepción de convertirlo en un movimiento de élites intelectuales y burócratas que acompañarían a Oswaldo Hurtado en su régimen, a la muerte de Jaime Roldós y su gobierno donde se desempeñó como Secretaria Particular de la Presidencia y, posteriormente, Subsecretaria de la Administración Pública en la administración de Hurtado. Luego de una carrera parlamentaria, no sin sobresaltos, Vela integró la Constituyente que redactó la Constitución de 1998. Próxima a Hurtado Larrea y sus círculos intelectuales, Vela es remozada políticamente en el 2021 por Guillermo Lasso para integrar el gabinete presidencial.
Con la clara consigna de conseguir gobernabilidad para el régimen desde su cargo de ministra de la política, la funcionaria ha desplegado toda su candidez o demagogia -está por dilucidar- en su “encuentro” con transitorios aliados parlamentarios y una oposición declarada en la Asamblea Nacional.
Conferido el derecho a la duda, Vela se propone “consensos sobre temas importantes” que son de interés oficial, como aprobación de leyes de Educación Superior, reformas tributarias y laborales, entre otras.
El consenso, ha dicho Vela, “se busca en diferentes etapas” del diálogo en el que deben primar alianzas políticas conseguidas “sin hacer el toma y daca” de siempre, según la ministra en un primer acto de demagogia o ingenuidad en el intento de conseguir “acuerdos sin corrupción”.
En un clima político del momento caracterizado por protestas urbanas y bloqueo de carreteras, ultimátum al régimen por parte del movimiento indígena, reclamo de los transportistas por el alza de los combustibles, movilizaciones que tienen lugar en menos de ochenta días de gobierno, la ministra necesitará de una varita mágica para pacificar al país y contentar a los opositores. Con un ambiente reacio en la Asamblea Nacional para secundar al régimen en sus propósitos legislativos, el gobierno enfrenta la necesidad de hacer pasar sus proyectos de ley educativos, laborales y tributarios a la brevedad posible. Menuda tarea asiste a la ministra Vela, quien ha dicho, si no hay los consensos esperados, “una consulta popular es importante” para imponer los proyectos del gobierno.
La ministra Vela tiene un camino incierto por delante, del cual dependerá su permanencia en el gobierno que todos esperamos no sea debut y despedida. Para ello deberá desplegar su experiencia en negociaciones de todo tipo, sin privilegiar ninguna, recurrir a su sagacidad femenina o ingenuidad política, según sea el caso, incluida la demagogia que todo político guarda bajo la manga. Tiene a su responsabilidad brindar perpetuidad a los actos del gobierno y, con ello, apariencia de normalidad al país en momento en que la fugacidad política de los pactos del régimen ha trasferido una incómoda inestabilidad a la nación.