En la página oficial del actual Gobierno, se lee con motivo del 10 de agosto: “El Primer Grito de la Independencia, un 10 de agosto de 1809, es una de las recordaciones más emblemáticas del Ecuador. Este hecho libertario que tuvo entre sus héroes a Eugenio Espejo, Alfonso Guashpa, Javier Ascázubi, María Ontaneda, Carlos Montufar, Rosa Zárate, entre otros, lucharon por la independencia que se gestó en casa de Manuela Cañizares en 1809. Una revolución emancipadora que nació como un movimiento desarticulado y frágil pero que se constituyó en el pilar de consecuentes luchas y momentos como la masacre de 1810, la implantación de la Real Audiencia en 1811 y el retorno a la Corona en 1812, que marcaron la historia del país y consolidaron el sueño independentista”.
Llama la atención que el texto oficial destaca al 10 de agosto como “una de las recordaciones emblemáticas”, no la principal, “que nació como un movimiento desarticulado y frágil”. Es evidente que la Independencia no es vista como el acontecimiento en la dimensión que le corresponde. Deja dudas sobre su carácter emancipador y fundacional, contrariamente, se lo vincula a la “implantación de la Real Audiencia» y al “retorno a la Corona”, en una visión colonialista. Nada se dice que “en la mañana del 10 de agosto de 1809 los patriotas sorprendieron a los comandantes españoles de la guarnición de Quito y sitiaron el Palacio Real, actual Palacio de Carondelet, con el fin de entregar al conde Ruiz de Castilla, quien era el presidente de la Real Audiencia, el oficio mediante el cual se le había cesado”. Este hecho histórico no es visto por el reseñador oficial como una gesta, es decir, origen libertario, sino como augurio de futuros reintegros coloniales.
Amerita decir que, para los relatores del régimen, el 10 de agosto no es lo que debe ser: el símbolo soberano de la nación, inspirado en el espíritu libertario de precursores como Eugenio Espejo, entre otros. Como tal, se explica que oficialmente no tenga la prestancia de efeméride máxima de la patria y, en cambio, sea una fecha movible, transferible en el tiempo con fines turísticos y comerciales por sobre sus motivaciones cívicas, incluso funcional a ciertos artificios políticos ajenos a la conmemoración.
Como reflejo que acusa la falta de un cabal proceso de integración nacional, celebramos localmente las fundaciones españolas de ciudades impuestas por el fórceps de las armas coloniales; y sus posteriores “independencias” evocadas como hechos regionalistas aislados, inconexos con un proceso independentista nacional. Aquello denota el sentido colonialista de la conmemoración, su evocación hispana habla en su simbolismo de avasallamiento político-militar, transculturización e imposición religiosa y, por tanto, la fecha no supone una liberación de valores impuestos por el colonialismo.
De ese modo, heredamos las “señas particulares” que describe Jorge Enrique Adoum en su libro homónimo y que, como máxima expresión históricamente frustrante, refiere la falta de vocación de futuro que caracteriza a Ecuador. A la que amerita agregar la falta de valoración del pasado. Un pretérito que no es visto bajo la objetividad y prestancia meritorias, sino a la luz y sombras de complejos. ¿Qué es si no, el secreto e insuflado orgullo de cierto origen español que, al mismo tiempo, implica el menosprecio a nuestros ancestros indígenas?
Conmemoremos el 10 de agosto como una efeméride que nos reencuentre con lo que fuimos, somos y debemos ser. Una fecha que, en su evocación, permita ver con otros ojos el pasado, una oportunidad de cambiar la manera de sentirnos en el presente y otra forma de concebir el futuro. Una conmemoración que nos libere de atavismos coloniales, complejos culturales y despropósitos políticos. Una fiesta que refiera un pasado vivido con dignidad, un presente liberador y un futuro soberano para reconocernos en nuestra condición de latinoamericanos.