Siempre ha existido la suscitadora interrogante acerca de si el artista nace o se hace. La relación paterno filial entre Roberto y Juliana Navarrete sugiere una tercera vía: el talento musical se hereda, dejando inexplorada una misteriosa transmisión generacional de virtudes que hace posible que la vida se renueve en sus destellos como perpetuidad.
Si algo tiene de perenne la heredad, es la maravillosa condición de moldear los límites de la eternidad, porque la perennidad tiene de propio lindar con la frontera de la pertinacia. Y no es mera redundancia, lo pertinaz es una ley de la vida, sin ella la renovación de la existencia no sería posible.
Roberto y Juliana, padre e hija, la suya es una heredad musical sin límites, delineada por un sentido estético convertido en nota musical, en acorde instrumental, en timbre de voz. Y en esa persistencia, una geografía queda demarcada en el corazón de quien la escucha también como historia viva, dónde fermenta el légamo de una restauración constante de arte musical que el padre reproduce en la hija.
Habría que decir gracias a la vida que nos ha dado tanto en su hereditaria renovación, que tanto nos da en motivo de esperanza, porque la sola opción de ver reiterado lo bello de la existencia, es como una promesa del alba. Esas son las sensaciones motivadoras que trae acompañado el canto de Roberto y Juliana, armonía pura, fruición sin límites de lo hermoso que tiene la naturaleza del ser humano cuando convierte en expresión artística su deambular por la vida.
La heredad es terreno dedicado al cultivo que pertenece a una sola familia. Aquella herencia familiar de los Navarrete es el derecho que tiene su descendencia -por ley o por testamento- a recibir un patrimonio. Juliana, como única hija, es legitima depositaria de una invalorable riqueza patrimonial. Y no toda riqueza es material, lo valioso no tiene valor numerario, suele ser invalorable porque no tiene precio, valiosa porque no tiene límites. Así es el arte y su patrimonio estético.
Roberto, sin haber testamentado, en vida viene cultivando un patrimonio artístico pleno en saberes que transmite a su hija Juliana. Como enseñarle a caminar y dar los primeros pasos en la vida, como depositar en ella fecundas semillas en terreno fértil. Como enseñarle a hablar le enseñó a cantar, y no sabemos qué fue primero. Así fue posible que la hija se apropiara de aquello que le pertenecía por derecho propio y germinara a la luz de una didáctica de puro amor de padre. Porque la letra con cariño entra, se queda, germina sin paternalismos, porque habrá habido instantes en que también fue necesario corregir errores, volver al cause virtuoso, enrumbar talentos y definir contenidos y formas que todo maestro está llamado a pulir.
-“Siempre sentí la conexión de cantar con mi padre, el ser que me dio la vida y a quien amo infinitamente. Un referente musical increíble que me ha inspirado en adquirir ese nivel de expresividad en las canciones. Es una gran responsabilidad ser hija de Roberto Navarrete, le tengo mucho respeto, canto con el acompañamiento de su guitarra y si canto junto a él tengo que hacerlo bien”, reconoce Juliana.
Juliana lo ha reconocido, sin que Roberto lo haya manifestado, explícitamente. En esa heredad Roberto transmitió a Juliana sus bienes y males, su virtuosismo instrumental y vocal, y su visión crítica de la vida, la rebeldía contra toda injusticia y el anhelo utópico de que cambie, porque cambia, todo cambia en la vida.
Y de esa riqueza heredada todos somos beneficiarios. El país porque tiene en ellos un patrimonio cultural invalorable. Su tierra natal, Otavalo, porque en ellos tiene hijos pródigos, donde nacieron y se hicieron artistas. Nosotros, porque al oír su canto volvemos a creer en la vida y su transformadora heredad.