Mi amigo virtual, guayaquileño, -Carlos Lasso Larrea-, virtual porque solo me reservo el gusto de conocerlo en las redes sociales, pero me consta su prolija preocupación por los destinos políticos y culturales de su ciudad y del país, me reenvía una invitación nobiliaria a un ciclo de conferencias ibéricas, con un acápite: “son ibéricos aquí”. Me sorprende y halaga su gentileza de compartirme actividades y pensamientos con que ilustres guayaquileños celebrarán los 486 años de la Fundación española de Guayaquil este 25 de julio. Efeméride que, según cuenta la historia, nativos de la región fueron el principal obstáculo del establecimiento de la ciudad, ya que opusieron resistencia varias veces ante la presencia de los españoles.
Conmemoración colonialista de un puerto que evoco republicano, arrabalero y nocturno, que se enciende de noches cálidas, bebidas hasta la última gota en conversatorios amables, al calor de su gente espontánea que hace alarde de su alegoría de vivir con una buena biela por delante. El Guayaquil de mis amores y de mis temores, de las chicas lindas y de clásicos encuentros entre el ídolo del astillero y el bombillo eléctrico. El puerto de la tierra más linda, pedacito de suelo, que no tiene que fingirse nada, sin embargo, vive añorando lo que no es y quisiera ser. La ciudad que no se califica de otro apelativo menos rimbombante que “la perla del Pacífico”. Cuando de pacífica la urbe porteña lo ha perdido todo, como una quinceañera la virginidad, violentada por una delincuencia narcotraficante y avezada, que mata con manos del sicariato a plena luz del día o entre sombras de negro anochecer. Esa perla que surgió del más grande e ignoto mar, que dice haberse convertido en jardín, soberana en sus empeños, y que, pese al pensil que de ella Dios formó, desconoce sus avatares de vida con cruces sobre el agua de una riada manchada con sangre obrera, y que hoy se siente ibérica con jactancia de nuevo rico y aspiracional de viejo pobre. Bipolaridad típica de urbe dividida entre guasmos y malecones, entre centros comerciales aniñados y suburbios desaliñados.
Volviendo a la invitación de mi amigo Carlos, reviso el contenido de su notable programa de conferencias a dictarse entre el 5 y 9 de julio: “La fundación de Guayaquil”, a cargo del historiador Melvin Hoyos; “Porqué razón la Corona no concedió títulos nobiliarios en Guayaquil y porqué los concedió a las ciudades del interior”, por el doctor Jorge Aycart; “Nuestro hogar en el río, onomástica de Guayaquil”, por el doctor Fernando Mancero; “El Cabildo de Guayaquil en los siglos XVI al XIX, tiempo de virreyes, oidores y reales audiencias”, por el doctor Magno Marriot; “La historia de la calle de la orilla”, por el arquitecto Parsival Castro.
Sin ninguna duda, se trata de conspicuos guayaquileños que van a exponer arte y parte de su nobiliario pensamiento, aludiendo en su ideario a empingorotadas descendencias ibéricas que dieron lustre a familias costeñas y costosas, de ingentes recursos, para darse lija de pertenecer a una clase noble que gobernó y gobierna la ciudad bajo la égida incuestionable de “modelos exitosos” en lo económico y paradigmas ejemplares en lo social. Prácticas políticas que enriquecen a unos y empobrecen a otros, en una bipolaridad de ciudad esquizoide y contradictoria.
No asistiré en su real expresión a la invitación de mi dilecto amigo, en los salones de la M.I. Municipalidad de Guayaquil, pero sí asistiré a través de su virtual comunicación a un evento singular: el reconocimiento de que ciertas élites guayaquileñas con “madera de guerreros” todavía subsisten con astillas de colonialistas, enclavadas a un costado de su consciencia cívica. Pujos ibéricos que, lastimosamente, hieren la memoria histórica y la dignidad local y nacional.