Existen diversas maneras de ser parricida, literalmente asesinando al progenitor, negando su influjo social o rechazando su herencia cultural. La práctica parricida se remonta a los griegos cuando Zeus, primer parricida de la antigüedad, comete el acto de eliminar a Kronos, su padre, habituado a devorar a sus hijos para evitar la sucesión generacional. Zeus, luego de asesinar a Kronos inaugura el reino de los Dioses Olímpicos.
En los tiempos modernos J. P. Sartre dejó escrito que “lo mejor que pueden hacer los padres es morir jóvenes”. Exabrupto existencial o mito histórico, el parricidio es practicado individual o colectivamente en nuestros días, y tiene explicación en Freud a partir de que “los hermanos establecen un lazo civilizatorio instaurando el tabú del incesto y el parricidio para garantizar una ley y un orden alrededor del tótem que simboliza la figura y autoridad del padre”.
En otra dimensión, volverse padre suele ser sentirse desplazado por el hijo en una ambivalencia amor-odio que el humano no soporta. Por eso el parricidio es considerado pecado capital, crimen supremo. Edipo, ese otro parricida griego, se saca los ojos y se condena al exilio al saber que el hombre al que ha asesinado era su padre. Fatalidad griega, sin duda, que trasciende simbólicamente hasta nuestros días. Es que la muerte es ruptura, en el concepto sartreano, límite, caída en el vacío. Quita toda significancia a la vida y al hombre su libertad, anula en el ser humano toda posibilidad de realización.
Similar vacío, socialmente frustrante, adviene cuando el parricidio adopta dimensión generacional. Algo semejante ocurre en nuestros días con el hombre que ha olvidado los referentes universales transmitidos de una generación a otra, y que a la muerte parricida quedaron en algún recoveco del sendero existencial del ser humano. Estamos solos en el mundo, sin dioses, dice Abdón Ubidia, acaso en un genuino acto parricida. ¿Equivale a decir estamos solos en el mundo sin valores?
Ocurre en todo cambio de época una mutación generacional que, como toda transfiguración, no descarta ningún nuevo engendro, o equívoca cepa neoideológica que nos deja huérfanos en el mundo, sin referentes. Puerto sin faro, bergantín a la deriva, chapuceando en medio de este pantano llamado posmodernidad.
Las culturas ancestrales por instinto de sobrevivencia no cometen parricidio y veneran a sus ancianos como oráculos de sabiduría, experiencia y lucidez. Pero aparentan permanecer ancladas al lastre de la tradición, sin vocación de futuro diría Jorge Enrique Adoum.
¿Qué será mejor, a propósito del día del padre, venerar su omnipresencia con todo y errores, o negar su trascendencia con todo y virtudes?