No vamos a dudar de las estadísticas de UNICEF que nos ubica como el país con mayor desnutrición infantil después de una república bananera centroamericana. Bien hizo la organización de las Naciones Unidas en recordar al gobierno que en Ecuador 1 de cada 4 niños y niñas menores de 5 años sufre desnutrición crónica. La situación es más grave para la niñez indígena: 1 de cada 2 niños la padece y 4 de cada 10 presentan anemia. Como toda deficiencia, la desnutrición que en el país bordea el 30% entre menores de 2 años, es insuficiencia de algo que nunca se tuvo, de lo que siempre se careció. A propósito de la preocupación de la ONU de «asesorar» al gobierno del Ecuador, bueno fuera que la UNESCO también le comparta las estadísticas que dispone acerca de la desnutrición cultural ecuatoriana que señalan que en el país se lee menos de dos libros de promedio al año por cada habitante. A no dudarlo, también debemos estar ranqueados entre los países con la mayor tasa de desnutrición infantojuvenil espiritual del continente latinoamericano, pero nadie nos recuerda ninguna estadística sobre el tema. Será porque los índices de enriquecimiento cultural no hay cómo medirlos o porque la cultura, ese intangible inconmensurable, no se deja cuantificar en porcentajes o cifras netas. Una cosa sí es cierta, el ser humano se nutre espiritualmente de aquello que vive, de las vivencias individuales o colectivamente compartidas, a través de la cultura. Se colige entonces que si la mayoría de la sociedad no lee la mayoría de niños y jóvenes tampoco leerán. He ahí una causa de la desnutrición espiritual de los ecuatorianos.
¿Y quién educa a los menores? Con mayor proximidad, los profesores, la familia, el barrio, las amistades, pero también en tiempos de tecnología omnipresente están los otros “pedagogos”, las pantallas de los televisores, de las computadoras y de los smartphones. Esas fuentes de información que Herbert Marcuse, en su momento, llamó “la caja de la idiotez” en referencia a la naciente televisión. En efecto, esas fuentes de información nada inteligentes atrapan a los adolescentes y a los niños sobre un promedio de 8 horas diarias, más de lo que dedican a dormir. Y el tema no será relevante por la cantidad de horas frente a una pantalla, sino por la calidad del tiempo empleado en ello. Lo mismo sucede con los nutrientes físicos, la calidad es lo que cuenta.
¿De qué sirve – se preguntan los expertos – tener mucha tecnología si nuestra capacidad de controlarla es paupérrima? ¿De qué sirve tener a la población con una estupenda conexión a Internet si en su mayoría la emplean viendo contenidos de ínfima calidad creados a partir de los objetivos de obtener la máxima rentabilidad y controlar políticamente a la población, ignorando por completo los mejores valores que la humanidad ha forjado a lo largo de su evolución? ¿Qué sentido tiene que las familias ecuatorianas – incluidas algunas que pasan hambre y tienen a sus hijos por debajo del nivel de pobreza -, tengan un smartphone o una tablet si malgastan sus días enganchados a videojuegos violentos, escuchando McMúsica industrial que promueve valores como el sexismo, la agresividad, la violencia, el desprecio a la cultura, el culto a la riqueza o el individualismo más egoísta? ¿De qué sirve tanto Internet si cada vez más, niños todavía siendo menores, le quitan la tarjeta de crédito a sus padres para hacer apuestas deportivas online o consumir pornografía sin tener capacidad de asimilar lo que están viendo? ¿Para qué tanto control sobre la naturaleza externa si no somos capaces de controlar nuestra propia naturaleza interna, nuestro ser consciente? He ahí los síndromes de nuestra desnutrición cultural.
Tecnología y cultura
De qué vale rehuir la “tecnología alienante” si no estando a tono con sus últimas novedades nos consideran socialmente analfabetos tecnológicos. Más que un estigma, es una discapacidad funcional en la sociedad actual dominada por la cibernética del tener-poder, a través de los instrumentos en manos de una tecnocracia cada día más desafiante. Al acoso tecnocrático hay que sumar que cuando uno mismo no ejerce control consciente sobre sí, está siendo controlado por otros factores u otros sujetos. Sucede igual con el individuo que no es capaz de controlarse y come más de lo que su cuerpo necesita como esclavo de su gula generándose problemas de sobrepeso u obesidad mórbida con signos de desnutrición. De igual modo puede ocurrir que aquel niño o adolescente que no puede separarse de la pantalla de Facebook, Instagram o YouTube, esté contribuyendo con su adicción a que otros forjen su cultura e ideología acorde a sus propios intereses. Niños y adolescentes son seres más vulnerables, sin que los adultos no lo sean. ¿Acaso no hemos considerado que el mundo no existe si es que no lo vemos en una pantalla? Si le pasa eso a un adulto, qué no le pasará a los menores, qué les podemos pedir si nosotros no damos ejemplo.
La tecnología no es un intangible, sus contenidos sí suelen serlo. En abstracto puede ser neutral pero en concreto no lo es. Es buena o mala, como un cuchillo para cortar pan o para operar a un enfermo, pero qué decir de ese mismo cuchillo en manos asesinas. La pregunta obligada es: ¿quién controla la tecnología que nos tiene pasando tanto tiempo de nuestras vidas frente a esas pantallas de la idiotez? ¿Quién se beneficia del hecho de que permanezcamos hasta ocho horas diarias frente a una pantalla líquida y decidió el menú de contenidos que alimentan nuestra curiosidad que nos mantiene en la desnutrición espiritual, como a los niños que alude el informe de UNICEF? ¿Quién mece la cuna para adormitarnos en la somnolencia de la ignorancia, serán los mismos responsables de nuestra desnutrición cultural? En otras palabras, amerita tener claro quiénes son los dueños de los algoritmos que controlan nuestra salud física y espiritual.
¿Qué efectos tendrá sobre la conciencia de millones de seres humanos la exposición continua a estas redes y sus algoritmos controlados por la clase dirigente, económicamente obesa, que está deseando que sigamos en la senda de la desnutrición cultural? La dictadura del algoritmo capitalista que rige las redes sociales y las industrias culturales, como las llama Jon E. Illescas, ha demostrado ser un peligro para nuestra salud espiritual y la de niños, niñas y adolescentes. Nadie escapa al influjo de lo que ve en los medios de comunicación, reino de la “cultura de masas”, fragua donde se cocinan los ingredientes de nuestra desnutrición cultural.
No obstante, la solución no está en cerrar los ojos para no ver esas pantallas, como no es suficiente cerrar la boca para no recibir la mala alimentación que nos desnutre. La tecnología también trae oportunidades: la posibilidad de comunicarnos mejor con el otro y enriquecer colectivamente nuestro conocimiento del mundo. Sin embargo, para enriquecernos en nuestro fuero interno nada mejor que un libro abierto y una pantalla apagada.
¿Cuántas cosas no podemos aprender si controlamos a la máquina tecnológica y no somos controlados por su algoritmo? Pero hay un obstáculo: no podemos conformarnos con pedir a la mayoría de la población capacidad de autocontrol. No es práctico tener que estar constantemente luchando contra el algoritmo y los productos, los sonidos o las imágenes que nos amenazan. Esa guerra cultural, es una guerra perdida si no avanzamos en un paso estratégico: la necesidad de construir una industria cultural contrahegemónica en capacidad de crear contenidos más atractivos que los ofertados por la cultura hegemónica en sus pantallas. No se trata de un tira y afloja meramente propagandístico que reduzca, mezquínamente, los espacios de una visión crítica y autocrítica en genuina libertad de pensamiento y de acción. Todo lo que esté coartado, negado por la censura y por la estrechez cerebral, los infantoadolescentes lo buscarán en la pantalla de la idiotez. Toda desnutrición, física y espiritual, es posible cuando la cultura se apaga, cuando las pantallas se encienden y se cierran los libros.
No se trata de tapar el sol con un dedo, más bien de descubrir el prisma que nos permita ver la realidad sin encandilamientos frente a los productos culturales chatarra que nos llevan a la desnutrición cultural. Signo de un tiempo que vivimos bajo la dictadura del algoritmo de una industria cultural impuesta y frente a la cual estamos llamados a cuidar nuestra salud espitirual.