El discurso oficial niega las utopías, así como la historia oficial desconoce el devenir histórico social. El Estado en Colombia quiere arrastrar al país hasta verlo envuelto en una guerra sin utopías. Será acaso por esa razón que el pueblo al fragor de la protesta social destruye estatuas, símbolos petrificados por la historia oficial. Es un símbolo antagónico que destruye simbologías de otra historia. Entidades no oficiales que subsistieron a la marginalidad a orillas de la nación. Allí proliferaron sus cosmovisiones, costumbres, tradiciones expresiones culturales negadas por la cultura oficial. Entidades no sistémicas que no preservan un legado en los anales de la historia, porque se las niega, silencia y proscribe.
De ese modo se fue trenzando la trama de un tejido social diverso y adverso, en contrapunto los intereses de la nación oficial y las nacionalidades periféricas. Con la marginalidad surgieron las reivindicaciones, territorio, cosmovisión, lengua, tradiciones alimentarias y medicinales, entre otras manifestaciones culturales. Reivindicaciones ancestrales que en la dinámica del mestizaje se hicieron sociales. Una fusión étnica en la precariedad material y el desamparo espiritual que impuso el coloniaje.
Luego el conflicto adopta la forma institucional del Estado republicano, y sus aparatos de legitimación ideológica y acción represiva asumen un rol histórico. Deviene la guerra, denominada “Conflicto Armado Interno de Colombia”, una guerra “asimétrica de baja intensidad” que se desarrolla desde 1960 y se extiende hasta la actualidad, cuyos antecedentes se remontan a la época de la violencia que enfrentó a los partidos Liberal y Conservador entre los años 1928 y 1958. El conflicto tiene como antagonistas al Estado, guerrillas de izquierda y paramilitares de extrema derecha, sumados carteles del narcotráfico, bandas criminales y grupos armados organizados. El financiamiento de uno y otro bando proviene de una economía del narcotráfico, minería ilegal, secuestros y otras acciones ilícitas. Las escaramuzas armadas se caracterizan por incursiones militares, desapariciones forzadas, masacres, desplazamientos masivos, terrorismo, torturas y ejecuciones extrajudiciales, conocidas como “falsos positivos”, y minas antipersona, entre otras. La guerra tiene como principal auspiciante a los EE.UU que proporciona apoyo logístico, económico y militar al Estado colombiano. No se ha confirmado oficialmente, con pruebas, la injerencia de otros Estados en el conflicto. El saldo de la guerra de “baja intensidad” es de 220 mil muertes provocadas por la acción armada entre los años 1958 y 2012, de las cuales 177.307 son de civiles. En términos globales en el año 2020 el Registro Único de Víctimas estableció una cifra de 8.989.570 víctimas y 11.202.790 eventos victimizantes, que incluyen personas desplazadas, amenazadas, secuestradas, violadas, torturadas, asesinadas, y reclutamiento forzado de menores de edad.
A la crisis bélica se suma a fines de año 2019 la pandemia que devela a un Estado incapacitado para manejar la crisis sanitaria y la posterior debacle económico social que provocó el coronavirus. En ese contexto el Estado colombiano adoptó un modelo neoliberal cuya expresión política, económica y cultural condenó a la miseria a millones de ciudadanos que perdieron el empleo formal, o no pudieron continuar sus estudios y sin acceso al sistema de salud pública engrosaron la estadística de mortalidad por la pandemia.
El Estado con indiferencia e ineficiencia en las políticas sociales intenta implementar medidas impopulares, impuestos a la renta de sectores medios y de artículos de consumo masivo. El IVA, uno de los impuestos cuyo recaudo estuvo fuertemente afectado como consecuencia de la pandemia producida por COVID-19, tendría una ampliación en su base con la expansión del gravamen sobre la canasta familiar, que incorpora alimentación, salud, educación, vestuario, transporte y esparcimiento, entre otros.
El rechazo a la medida fue generalizado y el gobierno tuvo que dar marcha atrás, luego de haber enviado el proyecto al Congreso. Más allá de este hecho, la medida develó la imposición de un modelo empresarial neoliberal que busca transferir el costo de la crisis a los sectores más vulnerables decretando impuestos impopulares. El estallido social se expresó en un paro nacional y graves enfrentamientos entre los aparatos represivos del gobierno y manifestantes en todo el territorio nacional. Hasta el cierre de esta edición se contabilizaban 29 muertos en las calles por la desmedida acción militar y policial.
Una vez más el Estado oficial desconoce el derecho a la protesta social cuando se conculcan derechos ciudadanos. Un gobierno central que considera a la reivindicación popular un hecho impropio, proscrito. El conflicto colombiano expresa una radicalización de la lucha de clases que adviene en la mutua negación entre sectores dominantes y amplias mayorías populares. Lucha que se manifiesta hoy en Colombia en políticas oficiales de contrainsurgencia estatal que criminaliza la protesta social espontánea u organizada. En ese escenario todo intento de entendimiento pacífico ha fracasado en posiciones de intransigencia entre quienes se reconocen extraños, diferentes. Sin puntos de mediación, toda aproximación es violenta mediante el exterminio, en un conflicto hasta ahora sin solución.
La lógica de esta guerra de “baja intensidad” es esencialmente económica. Las partes en conflicto se procuran recursos para adquirir armas de destrucción masiva. Dinero que proviene del Estado o de la narcodelincuencia. No están en juego principios ideológicos, se trata de sobrevivencia. El Estado colombiano y sus representantes no defienden democracias o libertades conculcadas; la insurgencia ya no defiende ideales de una sociedad por construir. La guerra es inmediatista por sobrevivir.
En la guerra muere la utopía. El Estado oficial niega a sus conciudadanos, criminaliza su demanda y protesta social imponiendo imaginarios por sobre la simbólica popular. Una narrativa contrainsurgente que tiene como tema central oponerse a todo lo que atente a la democracia burguesa formal y a la libertad empresarial. Utopías en una sociedad con derechos agónicos.
Y la muerte es la cortapisa. La muerte que confiere esa dimensión trágica a la utopía, como bien hace Alejandro Moreano en recordarnos que “es la derrota de la utopía que se fragua en el siglo XX”. Y que viene a configurar una realidad en que la muerte no debe perder sentido. Los muertos en las calles colombianas son parte del escenario que se antepone y trasciende la lucha social que no debe descubrir a Colombia inmersa en una guerra desprovista de utopías.