En tiempos que trascurren de lasitud de cuanto existe, nos aferramos a la fugacidad de la vida. No necesariamente de la propia, sino de quienes con su amistad dan sentido a la existencia. Precaria se doblega como vegetal caído ante el absoluto de la muerte, nunca fue tan determinante su designio que en la inmanencia de quien nos acompañó un tramo del camino.
Hoy duele la vida, tanto como la partida de Roberto Salazar, amigo y colega fotógrafo. Pionero de la imagen, fue precursor de la televisión quiteña en Canal 6, estación que emitió las primeras señales desde la casa hacienda Piedrahita en Itchimbia, durante los años sesenta. Como artífice de la vieja guardia de fotógrafos ecuatorianos conservaba miles de imágenes en archivos que tenía origen en el oficio de la familia Salazar. Roberto formaba parte de una estirpe de fotógrafos que registró a través de tres generaciones diversos aconteceres de la vida nacional.
Un día, hace ya algunos años, el fotógrafo Paco Salazar sobrino de Roberto convocó a Paula, mi hija fotógrafa, a reordenar esa memoria registrada en celuloide y papel fotográfico, acervo de un oficio familiar consagrado a robarle un instante de eternidad al tiempo en cada fotografía que revela una historia de vida. Eran días de plenitud, aún la existencia tenía un preclaro futuro y el presente daba el tiempo necesario de reorganizar un pasado atrapado en el celuloide o proyectado en la memoria poética que permite evocar lo que amamos.
Esa experiencia de recopilación daba nuevos bríos a Roberto, incansable, siempre dispuesto con la Nikon en sus manos como si el tiempo no transcurriera, atento a registrar con la cámara cuanto ocurre y eternizarlo en una imagen congelada sin tiempo. Era el dulce engaño de quien sabe que la vida es irreversible, que implacable no perdona no vivirla en cada instante a plenitud. Y eso fue exactamente lo que hizo Roberto, asumir y compartir la vida con el fervor de la fe que se deposita como delante de una montaña.
Como una imborrable imagen de sus fotografías, Roberto pervivirá en la memoria de quienes fuimos sus amigos. Sentado en una silla a sol de las mañanas en el patio de la productora Ikono. Allí nos encontramos tantas veces, cuando él asistía cada día a convivir con sus cámaras, para reproducir para un catálogo la obra del pintor Miguel Betancourt o para obturar ilusoriamente la máquina contra el sinfin blanco y retratar la joven estampa de una modelo posando ante el lente.
Roberto asumió sus días con fortaleza cuando los achaques físicos al final de la vida dejan huella. Había vencido muchas batallas de las que siempre salió airoso hasta que la vida le reclamó un descanso. Eterno ahora en su andadura de fotógrafo como testigo de un tiempo sin tiempo. Precursor del oficio de atrapar con la Nikon en sus manos, un instante de fugaz eternidad.