Un día como hoy – hace 18 años – un infarto al miocardio me dio a elegir entre la muerte y la vida. Elegí vivir. Abandonado a mi suerte entre solitarios chaquiñanes decidí salir caminando junto a mi caballito de acero, empujando la bicicleta, y no ser un árbol más caído en el bosque.
La fuerza de ciertas decisiones mentales exhorta al músculo a sobrevivir, a vivir por sobre la vida y la muerte, sin fatuos heroísmos, con espontáneo instinto salir airoso en la tentativa. Eso enseña que en la vida se libran batallas por vencerlas, y no por batallar no más. La batalla por vencer a la muerte no es otra que la más definitiva de las batallas.
La batalla por vencer a la vida no es otra que la más noble de las batallas. Debe serlo. Elegí vivir ante la conjetura de ponerme o no del lado justo de la vida. Elegí vivir junto a los que me necesitan. Como si no hubiere otro espacio al costado de esos hombres y mujeres justos y necesarios en la vida. Que sobreviven de pie sobre la tierra como un árbol cuando la iniquidad les hace elegir entre la vergüenza y la justicia.
Hace justo un año un virus mortal me dio a elegir entre la muerte y la vida. Elegí vivir. Vivir en tiempos de muerte pandémica no es fácil en la dura batalla por la sobrevivencia. Ver morir la vida cada día en un espiral de muerte que no es simple y pura estadística.
Cada cual lleva sus muertos vida adentro, hasta el inconmensurable colofón de los afectos. Ver morir a seres amados no es natural en su naturaleza imprescindible por el insondable vacío que dejan. Ellos son la razón de vivir la vida.
Una mañana amanecen menos árboles en el bosque y estamos más solos en el mundo. Sin embargo, la vida no es muerte cuando revivimos a la sombra de su ejemplo.
Elegí vivir. Para eso nos advirtió el poeta, para nacer he nacido.