El príncipe Felipe de Edimburgo murió esta semana y la Reina Isabel de Inglaterra quedó viuda. Con ella enviudó toda una nación que cree en sus monarquías. Un Reino Unido llora al principe, habituado a tradiciones de reyes y principados, en pleno siglo XXI, una historia que termina cuando aun no comenzaba el desenlace. Con un príncipe muerto, como Felipe de Inglaterra por un paro cardíaco, o un rey en el exilio como Juan Carlos de España, huyendo de una avalancha de escándalos e impopulares decisiones. En ambos casos se rompió el hechizo en este cuento de reyes exilados y reinas dolientes, cuando la historia como en los cuentos de hadas, debió tener un final feliz. La historia silencia los hechos porque tal vez a nadie interesa contarnos lo que sucede después de que la historia termina.
Sin conocer el curso de los acontecimientos que siguen al desenlace, no conocemos cómo terminan estas historias, pero sí cuando empiezan. Los príncipes y princesas nacen dentro de las monarquías o fuera de ellas y deben aprender el principado. Como en toda vida real de príncipes y princesas existe un momento de su existencia en que se le revela el mágico secreto de ser diferentes al resto de seres humanos. Es entonces cuando aprenden que no hay principados sin súbditos, ni amo sin esclavo; que hay personas que son más importantes que otras. Esa es la enseñanza que recibimos cuando niños de los cuentos de reinas y princesas, sin importar el rechazo que genere en un infante la idea adulta y triste de que hay personas más importantes que el común de los mortales. Nunca se nos aclara en esa literatura que el adoctrinamiento que recibieron príncipes como Felipe fue, naturalmente, una didáctica del desprecio, porque para ser un real príncipe hay que aprender a ser amo. También se aprende a ser esclavo, o al menos, cómo son los vasallos bajo el dominio de sus amos. Para eso no es necesario contar una historia diferente. Las historias de príncipes, princesas y reinados sirven también, y de hecho es su enseñanza más importante, para que los seres humanos que nunca van a ser reyes o reinas, aprendan a ser buenos esclavos mientras anhelan el poder. Una vez que convencemos a un infante de que la monarquía es justa, de adulto resulta fácil convencerlo de que cualquier injusticia es justa. Será menos difícil convencerlo de que es normal que existan amos y existan esclavos.
Los cuentos de príncipes y princesas nunca narran cómo vive el pueblo subordinado a la realeza, cómo se gana la vida y, si no la pierde, cómo sobrevive a sus miserias. Las historias de príncipes y princesas siempre comienzan cuando ya las realezas son monarquía, matizadas de vez en cuando con alguna rebeldía de uno de sus miembros que cuestiona las costumbres monárquicas, como ocurrió con el príncipe Harry que acusó a la familia real británica de racismo. Una rebeldía prematura, antes de ser extemporánea, porque cuando se es rey nunca se quiere renunciar a serlo.
Lo que viene después en las historias de realezas lo sabemos por repetición. Algún hechizo de una mala bruja, una pandemia que ataca al castillo, un dragón del reino que no pudo detener al virus; y como destino final, toda una familia de nobles contagiada de insolidaridad y egoísmo. “Me gustaría reencarnarme en un virus mortal”, dijo alguna vez el fenecido Felipe de Edimburgo, como la forma de acabar con la sobrepoblación mundial. Pero es la parte dislocada de “altruismo”, lo que cuenta como final feliz.
En la ruda y cruda realidad, todo príncipe se vuelve un rey malvado, excepto aquellos impedidos por la muerte. Lo que no se nos dice si sobrevive, es que el príncipe se vuelve triste, viviendo con la espada de Damocles sobre su testa. Ha cambiado su mortal destino por una vida sin justicia. Tiene sirvientes para todo servicio a los que explota y hacen todo por el príncipe, sin dejarlo ser ni sonreír. En esa vida engordan los príncipes y con la panza crecida aprenden a ser gruñones, pues cuando lleguen a coronarse de reyes será importante tener un abdomen voluminoso y también ser déspota, sin importar las dimensiones de su despotismo. Su vida engrosará en el aburrimiento pues la vida de un rey o reina nunca será tan interesante como la de un hombre o mujer libre.
Los príncipes ya no mueren en batallas reales, apenas de un infarto por gordura, hipertensos, diabéticos o tristes de real melancolía. Al final de las historias de príncipes y reyes todo monarca se convierte en tirano. Ejerce su reinado con resentimiento contra sus súbditos, como si aquellos fueran culpables de que príncipes y reinas hubieran perdido el bien más preciado, la libertad de ser libres junto a su pueblo. A rey muerto rey puesto, dice la tradición monárquica. A príncipe muerto, un mortal virus sigue haciendo lo suyo.