Si se piensa en el lado luminoso de la política, evocamos la cultura. Esa expresión de los pueblos que estimula cambiar la realidad, que muchos autores se dedicaron a describirla cuando de lo que se trata es de transformarla, según dejó escrito Marx.
¿Cómo viven los pueblos esa trasformación, qué relación tiene con la diversidad de los públicos? Se vincula de manera esencial con sus derechos culturales y la posibilidad cierta de fruición estética que permite la complacencia de ver una película, escuchar música, presenciar una obra de arte o la lectura de un libro, la representación teatral sobre las tablas o una figura de ballet en el escenario. Tiene que ver con aquella plenitud espiritual que las bellas artes provocan, tanto en su manifestación de alta cultural cuanto en su expresión de cultura popular. Un cambio cualitativo en lo social que se expresa en políticas culturales cuando el movimiento cultural es el actor colectivo más importante para gestar, coadyuvar y desarrollar políticas que conciernen también a las reivindicaciones ambientales, a las culturas ancestrales, a los derechos de género y de la juventud, en fin, a la población sin oportunidades de progreso.
Política cultural
Diversos gestores del movimiento cultural ecuatoriano se manifestaron por las políticas del progresismo, convencidos de que sin cultura no hay transformación. Con la esperanza en días mejores señalaron que se tiene que saldar la deuda cultural del Estado con el país; deuda en la falta de seguridad social para los artistas, certificaciones laborales, presupuesto adecuado para el desarrollo de la cultura y el acceso de los ecuatorianos a sus diversas expresiones, que se ha visto restringido. En su manifiesto recordaron que sin cultura no hay memoria, tampoco identidad, que es imperativo construir políticas culturales para todos.
En esa línea de pensamiento, el escritor Iván Éguëz – en un texto suyo en revista Rocinante -, nos advierte que la política es un hecho cultural. Las políticas públicas en el campo cultural – dice Éguëz - “se abrevian y se denominan «políticas culturales». Al tener el carácter de públicas, constituyen una superación de las políticas estatales. Si la política cultural es lo que se hace (se acuerda), una política también es lo que se deja de hacer o no se hace. El no haber implementado políticas públicas en el campo cultural ha sido una deliberada política estatal negativa que, finalmente, ha desprestigiado al Estado y ha debilitado y fragmentado al movimiento cultural”. Al dejar impaga la deuda cultural, los gobiernos “sembraron un complejo de inferioridad”.
Cultura y progreso
La cultura concebida en aras del economicismo, “para que sea tomada en cuenta por las finanzas públicas”, los artistas debieron demostrar que es rentable. Esa idea se instaló en la cabeza de tecnócratas que la regentaron desde el Ministerio de Cultura. Un aparato burocrático anquilosado por la tramitología que escatimó recursos a la gestión cultural. Qué lejos estuvieron de sospechar, ministros y funcionarios, que “la cultura es el ámbito básico en que una sociedad genera valores, comportamientos, saberes, y los transmite de generación en generación: eso no es cuantificable, no tiene precio”, como recuerda Éguëz.
La deuda cultural del Estado con la sociedad dejó pendiente políticas culturales que “nacen y se plasman en el campo cultural”. El Estado soslayó su obligación de hacer real la existencia de un Estado ”democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico”, según proclama la Constitución vigente, como signo de progreso.
Sin cultura no hay transformación, no puede haberla. “No solo es la transformación de la Naturaleza y las formas de su usufructo a lo largo del tiempo -como advierte Éguëz-, no solo las representaciones mágicas, filosóficas, heurísticas, simbólicas, o las lenguas y las idiosincrasias del mundo, sino una generalidad, abstracta y concreta, del proceso civilizatorio en procura del bienestar humano”. La expresión más alta y significativa, son las lenguas, las artes, los repositorios y las producciones culturales populares, intangibles, cotidianas. En tal sentido, para el Estado y la sociedad civil, la existencia de unas políticas públicas y un movimiento cultural independiente es una muestra de madurez democrática, concluye el escritor ecuatoriano.
Y en ese sentido, los artistas se pronuncian por el progresismo que es progreso y transformación, esperanza de hacer del futuro el presente. Hacer de ese presente un futuro promisorio, que es también una prerrogativa transformadora de todo arte.