Por Javier Villacis M.
En algún lugar de Quito, abril del año 2021, cuando parece que el mundo se está acabando.
Son las cinco de la mañana, ambos miran al tumbado en silencio. Hay burbujas en la pintura y la humedad ha trazado, durante las últimas dos décadas, dibujos surrealistas en color sepia.
—¿Por qué hace más frío que antes? — Le pregunta Dolores, con su voz agrietada, acostumbrada a que él, durante los últimos sesenta años, tenga todas las respuestas.
—Por el cambio climático— responde Gabriel, con un tono cansado, como si la anciana le hubiera estado preguntando lo mismo durante toda la noche.
—¿Es lo mismo que me explicaste del calentamiento global? Insiste ella, sinceramente intrigada.
—Si eso mismo — responde el viejo, seco, tratando de concluir, a ver si puede continuar con su meditación y la contemplación del techo.
—Y si es calentamiento ¿Por qué hace frío? Continúa ella, ahora totalmente confundida.
Entonces Gabriel suspira profundamente y recuerda que, a esas alturas de la vida, cualquier conversación podría ser la última. Se da la vuelta, la mira en silencio, y mientras le acaricia el cabello blanco de la frente, le dice con la voz nítida, la cual, aunque había soportado un millón de tormentas y tres cateterismos, jamás había dejado de ser como un rugido:
—Tienes razón, todo es estúpido, ya no puedo explicarte el mundo—
En ese momento ella también se voltea, y lo mira con asombro, jamás en tantos años, él le había dicho que no sabía algo, sin embargo, se sorprendió a sí misma al darse cuenta que en ese preciso momento, estaba queriéndolo y admirándolo como nunca antes. Por eso pensó en el pánico a la muerte, y su siguiente pregunta, aunque cambiaba de tema, seguía siendo de lo mismo:
—¿Crees que nos vacunen? —
—Hace más de veintiún años que lo perdimos todo, nuestros ahorros y los de tus ancestros, ahí se nos fueron hasta las palancas, creo que debemos seguir encerrados un año más— responde el anciano con el mismo humor.
—A veces pienso que todo esto es un sueño— prosigue ella, nuevamente mirando hacia el tumbado.
—Pesadilla dirás — refuta él.
—No, porque estás tú, y siempre he pensado que tu no eres una persona, eres un sueño— Responde ella, mirándolo de reojo, con aquella sonrisa coqueta que parece que nunca se borrará a pesar de los siglos, y con esa arteria poética que le da vida.
Él le devuelve un conato de sonrisa y mientras le sostiene la mejilla con la palma de su mano, tan arrugada como la corteza de un árbol, le invade el asombro cotidiano de verla cada día más bella.
—Tengo miedo— insiste Dolores.
—¿A qué? ¿Al virus, a la delincuencia, a la corrupción del presidente, o que el banco nuevamente nos congele los ahorros? — pregunta Gabriel.
—¡Antes se mataban a puñaladas o a tiros, ahora se cortan la cabeza y se sacan el corazón, antes la gente se moría en los hospitales no en las veredas! — Exclama Dolores.
—Distopía se llama, es lo contrario de una utopía, es como no queríamos que fuese todo— replica de inmediato el anciano.
—Toda la maldad del mundo y de la historia, se ha concentrado en estos meses, pero yo creo que la cosa empezó desde que mataron a Roldós, y como nuestros sobrinos no saben, ni les importa nada del pasado, andan en las nubes preocupados por la alcurnia, por cierto, ninguno ha llamado durante toda la pandemia — continúa ella ahora con la voz quebrada.
—La próxima semana son las elecciones, pero debemos entender que ir a votar sería un suicidio— dice Gabriel sin expresiones.
—Entonces ¿Qué hacemos? — pregunta ella, ahora sí con angustia.
—Vamos a votar, cuando el banco nos robó la plata, dijiste que era mejor suicidarnos, por ahí ha de seguir el veneno que compraste— responde él con un gesto contradictorio, entre gracioso y triste.
—Tienes razón vamos a votar, de otro modo nos vendrán a llevar en fundas de cadáveres sobre preciadas aun estando vivos, creo que es el único camino, para que esta vida y esta muerte, tenga algún sentido — concluye Dolores con rima.
Entonces se acercaron, se abrazaron y empezaron a llorar en silencio. Ambos pensaron que era el último domingo que estarían tranquilos, sin fiebre y sin tubos, sin darse cuenta que ya habían muerto, un domingo parecido en el mes de marzo de 1999.
Dolores y Gabriel, por algún motivo desconocido, seguían apareciendo en el padrón electoral.