Según narran las escrituras bíblicas Jesús exclamó moribundo en la cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado? ”. Dramática e inconcebible expresión en boca del hijo de Dios. Entre enseñanzas cristianas, hombres y mujeres aprendimos que el abandono suele ser fruto del pecado. Falta humana, física y espiritual, ante la cual una honda reflexión existencial nos obliga cuestionarnos: ¿quién nos va a redimir si el redentor murió abandonado en la cruz? Dos mil años no fueron suficientes para encontrar la repuesta a esta interrogante y el futuro incierto y yermo porvenir, nos revela que estamos solos en el mundo y sin dioses.
El pecado social de la miseria, funesto entorno donde cometer todos los demás deslices individuales de la insolidaridad, mezquindad, indolencia frente al sufrimiento ajeno e indiferencia ante la muerte que se ha vuelto para todos cotidiana. ¿Puede haber falta mayor que la injusticia? Vivimos en la sociedad del abandono y la soledad, en la incertidumbre de un presente sin futuro, que no augura otro estado espiritual.
¿Dónde, en qué lugar extraviamos el camino? ¿En qué instante nos abandonamos los unos a los otros y comenzamos a vivir esta orfandad? Algunos hallarán respuesta en las escrituras bíblicas y asimilarán el abandono del Padre al abandono del hijo, porque antes de merecer el desamparo habríamos defeccionado del progenitor. Otros, en cambio, buscaremos respuesta en los textos sociales en procura de hallar las causas a la principal contradicción del hombre con el hombre, el abandono de sí mismo.
Y en ambos casos, las réplicas darán paso a nuevas interrogantes, y cuando hayamos encontrado las respuestas habrán cambiado las preguntas. En un vía crucis del que nadie va a redimirnos expurgamos el pecado social de la miseria. Acaso entonces no volver a sentir que sin dioses, purgamos solos en el mundo nuestras faltas.