Por Iván Égüez
Para el Estado y la sociedad civil, la existencia de unas políticas públicas y un movimiento cultural independiente sería una muestra de madurez democrática.
Centremos los campos: la cultura como un todo, y la cultura como el ámbito donde se expresa la actividad cultural.
¿Qué es la Cultura como un todo?
No solo es la transformación de la Naturaleza y las formas de su usufructo a lo largo del tiempo; no solo las representaciones mágicas, filosóficas, heurísticas, simbólicas, o las lenguas y las idiosincrasias del mundo, sino una generalidad, abstracta y concreta, del proceso civilizatorio en procura del bienestar humano. Por lo tanto, la cultura se caracteriza por ser histórica y actual, permanente y paulatina, dinámica y dialéctica, diversa e interrelacionada, envolvente y transversal, material e inmaterial, física y virtual.
Siendo la cultura la mayor experiencia humana y el ámbito fecundo donde se generan los valores y saberes que se transmiten de generación en generación y donde se producen y preservan los patrimonios como testimonios de sí misma, es importante deslindar el campo conceptual y el campo cultural práctico en el que coexisten la institucionalidad estatal y la sociedad cultural civil.
Si la cultura es todo eso, una quintaesencia de ella —su expresión más alta y significativa— son las lenguas, las artes, los repositorios y las producciones culturales populares, intangibles, cotidianas.
¿Se puede planificar la Cultura?
Nadie puede planificar la Cultura. No es una tarea, no es un encargo, no obedece a una mentalidad ni a una dedicación. La Cultura, ya está dicho, es una inmanencia que ha surgido de la acción, sobrevivencia y trascendencia humanas.
Lo que se puede y debe planificar y desarrollar es el campo cultural y sus manifestaciones. El campo cultural es el ámbito de socialización de las prácticas reconocidas de forma patente como culturales o creativas. ¿Cómo hacerlo? Mediante políticas públicas concertadas entre el Estado y la sociedad civil. Las políticas públicas, a pesar de estar enunciadas en varios tramos de la Ley, no han sido entendidas como una forma de gobernanza, no se han aplicado quizás por no haber entendido su alcance y naturaleza, o precisamente por ello mismo.
Acordar políticas culturales públicas permitiría salir de la confusión y marasmo que caracterizan a la actual problemática cultural del país.
¿Qué es una política pública?
- No es una responsabilidad exclusiva del Estado, aunque este puede ser el articulador de agendas compartidas, pues actúa junto a otros actores.
- Tampoco debe de circunscribirse a la expedición de decretos, acuerdos ministeriales, declaraciones, asignaciones presupuestarias o creación de instancias o instituciones que incidan, aisladamente, sobre determinada problemática, ya sea de forma coyuntural o con soluciones a priori.
- Es un proceso —una deconstrucción social— que armoniza diversas visiones, dinámicas, formaciones, prácticas, normativas, experiencias e intereses sobre determinada problemática 1.
- Es una búsqueda permanente, dialógica, de articulación y concurrencia, pero sobre todo de sentido, de orientación a favor de los objetivos de interés común.Desata procesos democráticos de participación y diálogo que evitan el autoritarismo o el mesianismo, pues muchas veces estos se produce por «estilo político», por falta de conocimiento real del campo sobre el que actúan, por prejuicios ideológicos o por falta de comunicación directa con los actores reales.
Deconstruir una oposición es demostrar que esta no es natural e inevitable, sino que es una construcción producto de discursos y narrativas que la configuran. Como muchas veces se mal entiende, es mejor aclarar que «deconstruir» no es «desconstruir», peor destruir, pero sí de darle una estructura y un funcionamiento diferentes. Al igual que en la lectura de un texto, donde la deconstrucción es, en términos de Barbara Jonson, «una tensión de fuerzas entre modos de significación que combaten dentro del texto», en lo social es tensarlos centros de interés en busca de un centro envolvente. Esta deconstrucción propone una potenciación de las posibilidades a partir de un lenguaje crítico que desarrolle en sí mismo toda la creatividad propia del campo-universo.
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- Por tanto, las políticas públicas son, en general, delineamientos determinados por el interés común, que buscan guiar, articular y promover, a través de la concertación, las acciones a desarrollarse por diversos actores: el Estado, la sociedad civil con sus organizaciones sociales o gremiales, la empresa privada, los colectivos sectoriales, las ONGs, los emprendimientos privados, los gestores y promotores, para producir mancomunadamente un determinado beneficio y desarrollo social.
El campo cultural y las políticas culturales
Las políticas públicas en el campo cultural se abrevian y se denominan «políticas culturales». Al tener el carácter de públicas, constituyen una superación de las políticas estatales. Cuando la política cultural no es pública y es solamente estatal, se corre el riesgo de oficializar el campo cultural, de querer regimentar al movimiento cultural sin respetar su independencia. En todo caso, las políticas meramente estatales son unidimensionales en su concepto y ejecución. La preponderancia del Estado y la jerarquización pueden convertirse en una fuerza de tracción con anteojeras. Por otro lado, hay la concepción del campo cultural que cree que este es una fuente comercial que genera ingresos fiscales y hay que exprimirlo como a una naranja, sin reparar que más bien es un capital social no necesariamente redituable. Esas políticas neoliberales intentan someter las actividades culturales y artísticas a las leyes del mercado, tratando de descontextualizarlas, pero, sobre todo, de desnaturalizarlas. Es una forma de evadir la responsabilidad social: como si el producto cultural fuera solo una mercancía y tuviera que batirse entre la oferta y la demanda. Eso le lleva a desatender a casi todo el campo —incluido el estatal, por eso la merma de presupuestos— y a privilegiar o monopolizar determinada actividad cultural calificada de «rentable», circunscribiendo su producción al inversor pudiente (que en ese caso sí puede ser el propio Estado), y su acceso a la capacidad de compra del consumidor; también pretende convertir la singularidad creativa, su valor de uso, en valor de cambio, a fin de generar beneficios fiscales. El fin, en esta lógica, no es elevar el nivel cultural del país, sino la recaudación fiscal y el Producto Interno Bruto (PIB). Por principio, hay que desconfiar de una política «cultural» que busque crear una riqueza que no sea la riqueza cultural. Al no haber podido legitimar un modelo neoliberal como el de la «economía naranja», ni una dinámica del campo cultural bajo la égida oficial, los dos últimos gobiernos de Alianza País prefirieron no implementar políticas culturales. Si la política cultural es lo que se hace (se acuerda), una política también es lo que se deja de hacer o no se hace. El no haber implementado políticas públicas en el campo cultural ha sido una deliberada política estatal negativa que, finalmente, ha desprestigiado al Estado y ha debilitado y fragmentado al movimiento cultural. Una política cultural pública jamás habría liquidado más de 400 bibliotecas del Sinab, de la noche a la mañana, mediante un Decreto ministerial, ni habría desaparecido 600 clubes de lectura que agruparon a 6000 maestros de la costa, sierra y amazonía. Una política cultural pública no hubiera despojado de la autonomía a la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
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2 En 2013, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) difundió entre los gobiernos de la región el manual La economía naranja, una oportunidad infinita, de dos autores colombianos, Felipe Buitrago e Iván Duque. Años después, Duque llega a ser el actual Presidente de Colombia, y Buitrago, su ministro (ya no lo es). Ambos tuvieron la oportunidad infinita para aplicar la economía naranja en su país. No lo han podido hacer porque lo que vendieron al BID —con magnífica presentación, exposición y fantasía— fue humo, «le mamaron gallo». Ese manual dedica dos tercios de sus páginas a demostrar que la cultura produce billones de dólares en el mundo, y en el último tercio plantea un mundo feliz, donde los dispendiosos consumidores de cultura generarán millonarios ingresos al PIB de sus respectivos países. Afirman que la economía naranja logrará convertir a América Latina y el Caribe en Kreatópolis —dicen que el uso de «la k y del to, ayudan a que suene mejor» (sic)—. El capítulo de las Kreatópolis abre con un epígrafe: «Esta palabra significa simplemente el arte de vivir en ciudades». Son «ciudades creativas» como Hollywood y Silicon Valley, ciudades que incorporan los conceptos de kluster y hub, «que se traducen en campañas publicitarias de alto impacto para de (sic) desarrollo social y económico». Ni Aldous Huxley pudo soñar un mundo feliz con ciudades de habitantes millonarios en medio de una región donde gran parte de la población está en la pobreza y no tiene para comer.
La «economía naranja»
Exceptuando a los dos primeros ministros de Cultura, los otros doce no consiguieron que sus respectivos presidentes se interesaran por la cultura. Les llegó la novelería de la cultura naranja, unos la torearon lo que pudieron, otros la iban instrumentando solapadamente, creando «cuentas satélites» o el RUAC. No lograron implementarla ni legitimarla, se volvió un asunto vergonzante, pero lograron, a lo largo de los años, insuflar disimuladamente un espíritu naranja en la ley, una ley conceptualmente confusa, que por un lado jerarquiza todo el campo cultural al ente rector (ministro) y por otro habla de fantasmales industrias culturales y comercialización de la cultura.3
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3 Por ejemplo, cuando hablan de «industria editorial» confunden entre lo que son las editoriales (sellos editoriales que no necesitan tener maquinaria) con la industria gráfica, cuya existencia y funcionamiento dependen, como toda fábrica, de la normativa industrial y no del campo cultural.
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De todos modos sembraron un complejo de inferioridad: «Para que sea tomada en cuenta por las finanzas públicas, debemos demostrar que la cultura es rentable, hay que monetizarla, hay que pensar en el PIB, en los ingresos al fisco». Lograron posarla en la cabeza de algunos tecnócratas de la institucionalidad estatal, incluso de algunos gestores y hasta creadores encandilados por la «billonaria» industria cultural. En realidad, solo en aras de un economicismo a ultranza se puede pretender justificar el gasto cultural en función de los recursos tangibles que este puede generar como contrapartida. «Las ganancias que la vida cultural le puede aportar a la colectividad, no siempre cubre los gastos ocasionados. Evidentemente, el interés de estos gastos debe ser evaluado en función de otros criterios que van más allá de la dimensión económica»4. La cultura es el ámbito básico en que una sociedad genera valores, comportamientos, saberes, y los transmite de generación en generación: eso no es cuantificable, no tiene precio.
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4 Francoise Benhamou, La economía de la Cultura, Ediciones Trilce, Montevideo, 1997.
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La Ley Orgánica de Cultura
En Ecuador, la confusión conceptual produjo una ley orgánica (casi esculpida en piedra) llamada Ley Orgánica de Cultura. Todo el campo cultural está bajo su regulación, las entidades públicas que eran autónomas dejaron de serlo, los ciudadanos que tuvieran alguna dedicación cultural tienen que inscribirse «voluntariamente» en el RUAC (Registro Único de Artistas y Gestores Culturales), de otro modo no podrán acceder a ninguna relación o beneficio con el Estado, ni siquiera en concursos que este promueva, amén de que no podrán elegir ni ser elegidos o nombrados para ejercer funciones de dirección en entidades como la Casa de la Cultura. A todas luces un instrumento coercitivo, discriminatorio y anticonstitucional. Correa gobernó sin Ley de Cultura. Se la promulgó faltando menos de cinco meses para que terminara su mandato; el Reglamento de aplicación a esa la Ley se expidió, al apuro, la víspera de que terminara su gobierno; de otro modo no se explica tantas faltas deortografía y de concordancia que acusa. Si se aplicara esa ley al pie de la letra ¿qué instrumentaría? ¿Un despiste anaranjado? ¿Un monopolio estatal? Hasta hoy, ha servido para confundir los campos, acomodar su interpretación, encubrir la inoperancia, indiferencia y miopía del Estado frente a la «última rueda del coche». Ni el poder político ni el financiero se dan cuenta de la importancia de la cultura, pues si la lengua y la historia son sus elementos primordiales, la cultura y el territorio son lo sustancial de la nación. Así de sencillo.
Las políticas culturales y sus ventajas
- Las políticas culturales no son una determinación a priori. Son un proceso que surge de la necesidad. Y de la buena fe de las partes.
- Requieren del conocimiento mutuo del campo específico. Son una tarea puntual, sectorial, colectiva, posible y coherente con el todo.
- Obedecen, en cada caso, a la constatación del «estado de la cuestión» (para usar un término de la planificación tecnocrática). Una vez establecida la necesidad cultural y los intereses comunes, se deben constatar las carencias, los recursos humanos, físicos y presupuestarios, la capacidad instalada y el costo/beneficio, para posibilitar su socialización y puesta en práctica. Aunque son, en cierto modo, metódicas (se sirven de indicadores básicos o específicos), no son uniformes, más bien requieren ductilidad y creatividad, lo cual alivia un tanto el tramo burocrático.
- Las políticas culturales no deben de confundirse con proyectos ni programas, pero estos podrían ser parte importante de una política cultural abarcadora, ya temática o sectorial. Tampoco son unas cuantas acciones aisladas ni una sopa de menudencias. En principio son delineamientos generales. Los emprendimientos puntuales que los gestores o actores planteen podrán acogerse a los beneficios de la política cultural correspondiente o buscar rutas de participación que los refuercen. Lo más idóneo será que lo hagan desde un abanico de opciones y el respaldo del colectivo pertinente. Permiten aprovechar y compartir óptimamente algunos recursos humanos, técnicos, financieros, de organización, de capacidad instalada y de servicios.
- Hay que construir políticas culturales como un antídoto al absolutismo del Estado o a la mercantilización de la cultura.
¿Cómo implementarlas?
El Estado, a través de una institucionalidad estatal mentalizada y adecuada en pro de ellas, deberá ser quien lidere las políticas culturales, pero la sociedad civil y, primordialmente, el movimiento cultural independiente, deben de ser quienes las motiven y promuevan.
Las políticas culturales nacen y se plasman en el campo cultural. El Estado está para propiciarlas. Es su obligación. El fin es hacer real la existencia de un Estado «democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico» según lo proclama la Constitución vigente.
¿Qué hacer?
- Propiciar en el campo cultural la crítica y autocrítica para que surja una voluntad política fecunda. Reconocer la necesidad de establecer otro tipo de relaciones entre el Estado y la sociedad civil, a fin de delinear las políticas culturales pertinentes.
- Buscar salidas emergentes a la problemática cultural. Es verdad, llevará tiempo el derogar esa ley y reemplazarla por un sencillo y práctico conjunto de normas que propicien el desarrollo del campo cultural; se necesitan dos tercios de los votos en la Asamblea para ello. O habrá que reformarla, demora menos .
- Para que se viabilice el cambio, hay que encontrar una salida jurídica que permita y active las rutas democráticas, la transparencia de procedimientos y la construcción de acuerdos y consensos para construir una institucionalidad cultural sólida y un movimiento cultural independiente. La nueva Ley o sus reformas deberían tener el espíritu de esa transformación y no un conjunto de normas que respondan a concesiones políticas o «a cuotas en el articulado». Así se habría evitado un cuerpo a remiendos y pedazos, parecido al que fue creando Víctor Frankenstein.
- El Reglamento a la Ley Orgánica de Cultura, en el último acápite del artículo 18, señala el camino al ente rector para conformar el Consejo Ciudadano de Cultura. Se debería aprovechar esta prerrogativa ministerial para normar su funcionamiento, cosa que no se ha hecho, pese al plazo perentorio de 90 días que daba el Reglamento, y exhortar por esa vía al Legislativo, pero sobre todo en lo que respecta a un marco conceptual coherente, del que hoy carece.
- Si se quiere un cambio hay que hacerlo a fondo, con los actores reales, no a sus espaldas. Si se debe suprimir o reformular el Ministerio de Cultura, hay que hacerlo. Ya el tiempo no da para parches y medias tintas. De otro modo, las elecciones solo servirán para hacer rotar a los jugadores, pero el equipo y el desconcierto serán los mismos. 5
Una vez más, no es cuestión de personas, sino de políticas.
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5 «La cultura tiene poco peso en los planes de gobierno de los candidatos», El Comercio, 29 de enero de 2021:Andrés Aráuz: «Rediseñar el Plan del Libro y la Lectura, anular la fusión del IFCI y crear el Consejo Cultural Ciudadano». Guillermo Lasso: «Implementar políticas que potencien la economía naranja y reconocer su relación con otros sectores económicos”. Aráuz responde como si todo estuviera bien y habría que tomar tres medidas administrativas para corregir fallas que se dieron con posterioridad a su desempeño ministerial. Responde desde las prerrogativas que bastan a un ministro. Lasso responde como un gerente de banco.
El movimiento cultural
- El Movimiento cultural es el actor colectivo más importante para gestar, coadyuvar y desarrollar las políticas culturales. Todo lo que se haga por su consolidación repercutirá no solo en el campo cultural, también en el social, donde está imbricado con otros movimientos como el de los ambientalistas, de las culturas ancestrales, de las mujeres o de los jóvenes, de las minorías y de la población sin trabajo.
- El Estado debe mirar en el movimiento cultural independiente al interlocutor más dinámico, fecundo y sensible, no solo por sí mismo, sino por su diversidad y por sus resonancias transversales y movilizadoras.
- El Movimiento cultural por sí mismo constituye un elemento de superación de la sociedad porque representa lo más noble del ser humano: la generosidad de compartir con el otro lo mejor de su ser: su sensibilidad, su talento, su dedicación personal e íntima.
- Cada miembro de una comunidad cultural lo es también de la comunidad cultural de todos los tiempos y de la actual comunidad cultural de todo el planeta. Todos hablan el lenguaje de la creación, de la duda y el inconformismo. Si alguno pertenece a un partido político, lo hace como ciudadano, no como (las prerrogativas que bastan a un ministro. Lasso responde como un gerente de banco.) artista, filósofo, escritor, cineasta, pintor, escultor, músico, coreógrafo, bailarín, compositor, gestor, artista visual, crítico, traductor, productor o curador, trabajador de la cultura, autónomo o independiente …
- Por eso el Movimiento cultural es amorfo, diverso, no tiene estatutos, es la suma de todas las contingencias, de todos los intentos, errores, enmiendas y perseverancias, de todas las demandas y reivindicaciones, de las mejores causas y sueños, de la necesidad gregaria con todos sus congéneres, por eso se reconoce libérrimo en las manifestaciones creativas y actividades artísticas y culturales; en las entidades culturales independientes (gremiales o asociativas); en las formas y acciones interculturales; en los centros, grupos, clubes, talleres, y otras formas de trabajo cultural colectivo.
- Para el Estado y la sociedad civil, la existencia de unas políticas públicas y un movimiento cultural independiente sería una muestra de madurez democrática.
Fuente Revista Rocinante 150, abril 2021