A propósito del conflicto que atraviesa la Casa de la Cultura Ecuatoriana y de cara a las elecciones de nuevas autoridades institucionales en el mes de mayo, el proyecto Silla Vacía del Observatorio de Políticas y Economía de la Cultura de la Universidad de las Artes y la maestría de Gestión cultural de la Universidad Andina, convocaron a un encuentro reflexivo que da cuenta del pasado y presente de la institución cultural ecuatoriana. En el evento intervinieron la doctora en Literatura Martha Rodríguez, el escritor Fernando Tinajero y el cineasta Diego Coral, bajo la moderación de Paola de la Vega.
En el contexto de la creación de la CCE en los años cuarenta, la iniciativa de Benjamin Carrión de hacer del país una potencia cultural, fue una forma de responder a la depresión espiritual de la nación luego de la agresión militar del año 41 en la esperanza de ser un país libre y unido, señala Tinajero. En esa búsqueda el país identifica el relato del arte que fue considerando el sueño de una nación cuyo núcleo central estaba en la cultura. Esa institución naciente, libre, autónoma, en sus inicios había encontrado en esa libertad su identidad cultural.
La casa autónoma
La autonomía de la CCE es un tema identitario, no solo administrativo como aparenta ser. Identidad que alude a determinados valores de la cultura, que amerita rescate como si hubiera sido secuestrada o desnaturalizada por oscuras fuerzas. La identidad de Casa de la Cultura requiere ser rescatada, ideológicamente, como se desprende de la reflexión de Martha Rodríguez. En su intervención durante la charla Pasado y Presente de la CCE, Rodríguez contextualiza el momento fundacional de la institución, mencionando que existen diversos discursos en medio de los cuales nace la CCE. Entre otros, “el discurso de la Patria chica iba muy ligado al discurso del mestizaje que teníamos en el contexto latinoamericano, cuando el Estado vio la necesidad de incorporar al indio a la nación y entraba en juego el discurso del mestizaje por esa incorporación”, señala Rodríguez.
Es preciso diferenciar distintos procesos históricos que estaban en curso en Guayaquil y Quito, ciudades con tradiciones culturales y de gobernanza local diferentes. En Quito el discurso indigenista del mestizaje cobra fuerza, y contamina las políticas culturales emanadas desde instituciones ajenas al Estado: el Municipio de Quito y la Unión Nacional de Periodistas, el primero vinculado estrechamente a la prensa local -El Comercio-, y el segundo con un rol protagónico en la cultura, según el relato de Rodríguez. Por esos años entre las décadas de los cuarenta y sesenta se construyó una identidad cultural mestiza desde la música y los espectáculos teatrales que reconocían y reflejaban la existencia de grandes poblaciones migrantes indígenas que llegaban a la ciudad. Esa identidad mestiza se fue construyendo en la gestión de instituciones políticas en Quito no sin conflicto con la institución cultural, puesto que dicha gestión entraba en tensión con las políticas emanadas desde la Casa de la Cultura que concebía a la cultura como “bellas artes de alta cultura”. Sin embargo, la CCE hace una concesión de reconocer géneros musicales populares como el pasillo y el pasacalle en la voz del dúo Benitez y Valencia, y otros y los estiliza en formas de la música clásica. También desde el teatro del comediante Ernesto Albán y sus personajes Don Evaristo, el Chulla Quiteño y el Indio Mariano, lo popular alcanzan relevancia. En las esferas de la alta cultura la CCE registra logros importantes con la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional en los años cincuenta y diversos conjuntos de cámara y grupos mestizos, desde los cuarenta.
En Guayaquil otro gallo cantaba, ciudad donde la gestión de lo popular y de la política local tenía una tradición muy distinta ligada al liberalismo burgués con otras maneras de entender lo popular y las beneficencias. No obstante la importante ola migratoria interprovincial, el presente indigenista venido de la sierra no fue reconocido en el discurso cultural, tampoco hubo reconocimiento para los afrodescendientes esmeraldeños. Ese desconocimiento de los grupos subalternos que se expresó en la política, y que llevó al hacinamiento de poblaciones migrantes en la periferia de la ciudad conformando los suburbios y guasmos de la ciudad desde la década de los años treinta y cuarenta, no encontró un reconocimiento cultural en el seno del núcleo provincial de la CCE. Es en esa expresión política desarrollista y populista que las industrias culturales -estudios de grabación, emisora de radio- reconocen a la música rocolera como formas de expresión artística popular en las voces de Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, entre otros. Pero ese reconocimiento popular no provino de la CCE que se mantiene en la línea política de alta cultura emanada por la institución desde Quito, aglutinando durante los años setenta y ochenta a varios intelectuales de la burguesía costeña y promocionando sus producciones culturales en literatura, teatro, ballet, coros y artes plásticas.
En busca de la identidad pérdida
En el secuestro y rescate identitario que sugerimos al principio de este artículo, el relato de Rodríguez refiere que la matriz de la CCE tuvo que “modificar su discurso en el nuevo contexto de la Ley de Cultura, pero su concepción de fondo se mantiene, y eso es absolutamente anacrónico”. En ese anacronismo la institución amerita una actualización que es mucho más que una reingeniería, un fundamento teórico diferente en la Ley de Cultura, y por tanto aplicable en la CCE. Ese cambio no se verificó en ninguna de las dos instancias.
Los argumentos dentro de los cuales se debate la autonomía institucional son falaces, y emanan de postulados teóricos que inciden en la concepción de la ley cuando define en el artículo 138 la autonomía responsable como “la capacidad de ejercer competencias institucionales en el marco de la política cultural emitida por el ente rector de la cultura”. Este mandato de la ley se complementa en una segunda parte: la CCE “desarrollará su gestión en el respeto irrestricto de la libertad creativa, acceso de la ciudadanía a una programación cultural diversa y de calidad y el uso eficiente e incluyente de los espacios libres de cultura”. En la matriz ideológica de este postulado de “libertad creativa” resuena el eco de una noción moderna de las bellas artes, es decir, reminiscencia cultural de la alta cultura. Dicha creatividad libre se estrella contra una realidad prosaica: en sociedades jerarquizadas como la ecuatoriana no existe libertad con igualdad de condiciones y facilidades para el ejercicio colectivo de los derechos culturales.
En esa tónica falaz se dice en la Ley de Cultura que un “consejo sectorial del Sistema Nacional de Cultura será el mecanismo de participación ciudadana en la aplicación de políticas públicas y en la revisión de la política cultural, tanto para el ente rector como para cada uno de los ámbitos culturales”. Esta afirmación echa un velo a un tema de fondo que tiene que ver con el acceso real a la cultura, que es diferente para un grupo social y otro, debido a que estos grupos son simplemente receptores de una política cultural que viene desde arriba.
La CCE se ve inmersa en políticas antidemocráticas, puesto que “tiene competencias que todavía son centralizadoras porque la ley es, definitivamente, centralizadora”, según relata Rodríguez. La misma existencia del RUAC es una expresión centralizadora que “da cuenta de un empeño en controlar la producción cultural, porque para ser elegido, necesariamente, debes estar inscrito en el RUAC”. Ese registro, señala Rodríguez, es “una autorización, una certificación”, ya que no es la CCE quien reconoce a sus miembros, ahora es el Estado ante el cual debe registrarse quien quiera ser reconocido en calidad de gestor cultural o de artista en posibilidad de ser elegido como autoridad de la institución.
Al final del día la cultura, actores y gestores y sus expresiones culturales quedan en manos de burócratas en gestión no democrática, emanada de una concepción ideológica que tampoco logra serlo, y que engendra políticas culturales en una ley que desnaturaliza la identidad institucional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Ahora es tiempo de reformar esa ley de cultura, recuperar la autonomía de la CCE, formular políticas culturales públicas, estructurar un plan nacional de lectura, fomentar trabajo para gestores y artistas y formar públicos que disfruten la fruición cultural.
Acaso sea tiempo de que la institución, inspirada en Proust, vaya en búsqueda del tiempo perdido y, por tanto, de una identidad cultural que se perdió en manos de oscuras fuerzas.