El debate presidencial de ayer no mostró novedades respecto de sus anteriores versiones. Sin embargo amerita examinarlo precisando algunas unidades de análisis de contenido: Estructura, moderación, imagen del candidato, estrategias, argumentos, actitud, posicionamiento, entre otras.
En términos de estructura el debate fue pesado, repetitivo, el formato fue técnicamente poco profesional con lectura de papeles sobre la mesa en lugar de usar la tecnología electrónica de un teleprompter. La moderación de Claudia Arteaga acusó falta de experiencia y dominio escénico, con una conductora nerviosa que comenzó leyendo mal el libreto escrito sobre papeles de la mesa. La rigidez anacrónica del formato no dio lugar a recoger inquietudes de la ciudadanía concibiendo a la teleaudiencia con un rol pasivo, solo receptivo, con una emisión unidireccional sin posibilidad alguna de retorno o feedback televisivo. Una moderadora que no moderó en términos de imponer respeto al reglamento del debate y cumplimiento del formato del programa al permitir a uno de los candidatos -Lasso- sobrepasar su autoridad en la conducción del programa. La moderación por carencia de personalidad y experiencia no corrigió la evidente evasión de preguntas y evidenció la sujeción a un libreto rígido. La naturalidad que exige la televisión para ser creíble estuvo ausente con una puesta en escena que dejó notar elementos de tramoya. La administración del tiempo en los bloques fue errónea con escasos tiempos para responder preguntas, lo que obligó a los candidatos a fórmulas estereotipadas de frases clises y recursos propagandísticos.
La moderación perdió el rol prestablecido y se convirtió en lectura de un libreto de preguntas ajenas, Claudia Arteaga, la moderadora, se vio rebasada por los debatientes en atropellada lectura del guión producto de una evidente falta de afiatamiento escénico. Una conducción sin personalidad, autoridad ni prestancia.
En cuanto a la imagen personal de los candidatos proyectada en su apariencia física, Andrés Arauz se mostró impecable, elegante, afiatado y accequible al público, respetuoso del televidente con vestuario formal, proyectando una imagen moderna, dinámica y, sobre todo, natural. En tanto, su contrincante Guillermo Lasso se mostró impostado, falsamente informal con la camisa abierta y sin corbata, histriónico, sobreactuado, tratando de aparentar lo que no es, un ciudadano común.
La aridez y la estructura pesada, poco atractiva del formato televisivo, probablemente habría hecho que una parte del televidente abandone sintonía al cabo de los primeros 45 minutos de programa, según rating. Precisamente, ese bloque de tiempo fue ganado claramente por Andrés Arauz, candidato que proyectó imagen fresca, solvente, de político positivo con ideas y propuestas propias. Lo celebró siempre con una sonrisa sincera. Su oponente hasta entonces se veía nervioso, ficticio, más concentrado en representar un rol, mirando frecuentemente el monitor ubicado en la parte superior del set lo que el televidente pudo percibir como gesto ansioso que con el correr de los minutos se convirtió en palidez facial, rehilar de la voz que el candidato impostaba para repetir una muletilla dictada por su publicista: “No Andrés, no mientas otra vez”. Muletilla que fue perdiendo fuerza comunicacional por sobredosis de reiteración.
Las estrategia de ambos participantes respondió a su ingénito ideario político, como era esperado. Lasso se propuso desacreditar a su oponente buscando asociarlo con el correismo y el morenato bajo la fórmula reiterativa de “ese fue su gobierno, hágase cargo”. Recurrió al desprestigio, enfatizando en “su condición académica privilegiada”, y en un improcedente e irrespetuoso tuteo que sonó fuera de lugar, buscó mostrarse “paternalista y sabido” para ganar moralmente el ánimo del oponente. Arauz no se dio por aludido, hizo lo suyo, se refirió al banquero por su condición de tal, responsable del feriado bancario y recordó al televidente los millones de dólares que Lasso y su familia mantienen en paraísos fiscales, y, sobre todo, lo que fue evidente por la contundencia de los hechos: “Lasso, no entiende de educación superior”.
La actitud de ambos candidatos acorde con sus estrategias, fue una puesta en escena de manera notable al televidente. Se notó un Arauz relajado, seguro de sí mismo, con una permanente sonrisa espontanea, mientras que su opositor lucía una sonrisa forzada, a momentos rictus patético, producto del sobremaquillaje publicitario creado por sus asesores. Arauz digno, didáctico exhibió detalles de su propuestas de campaña; se notó un Lasso innoble, negativo, con ataques bajos, eludiendo la respuesta a una pregunta clave: ¿qué es más importante para usted, señor Lasso, el país o su banco”.
Los debatientes se posicionaron conforme su actuación. Arauz dejó la imagen de un hombre joven, dinámico, conocedor de su rol político y económico frente al futuro del país. Lasso, un fogueado empresario bancario, vetusto, comprometido con el pasado de un país anquilosado frente al progreso nacional.
En la segunda parte del debate Lasso remontó su actitud amilanada del primer tiempo y se comportó agresivo, a ratos grosero, tratando de imitar y reeditar en el imaginario del televidente la actitud de León Febres Cordero frente a Rodrigo Borja en aquel célebre debate de los años ochenta, todo por orden de sus publicistas. Arauz enseñó diversas fotografías de la biográfica política y económica de un banquero que fue perdiendo la compostura en sus agresiones. Esto quedó mayormente en evidencia en el bloque de preguntas mutuas entre los oponentes, golpe a golpe, un pugilato.
Una frase de Arauz refleja el sentir del televidente: “No puedo imaginar un país gobernado por un banquero”. La réplica de Lasso pudo reflejar el estupor del país: “Voten por la libertad y la democracia”.
En otro canal de televisión, motivado por las características del debate, un destemplado Andrés Carrión agredió gratuita y groseramente a Fernando Casado, acolitado por Jorge Ortiz mientras dejaba entrever malestar ante los resultados del debate presidencial. Andrés Carrión agredió a Casado que aguantó con temple la provocación instigada por Ortiz: “Aquí mando yo -gritó a voz en cuello-, quién eres tú para darme indicaciones”, se oyó a un destemplado, incorrecto y desesperado anchor por la pérdida de control en la conducción del programa. Carrión debe una disculpa a su invitado y al televidente que observó estupefacto la descompostura del entrevistador.
Las empresas de opinión harán lo suyo, según lo propio que les compete hacer. Medirán cada palabra, sonrisa, promesa y agresión de los concurrentes al debate y pondrán en la opinión del televidente lo que creen haber develado en encuestas de última hora.
El debate resultó ser un pseudo pugilato político, sin propuestas contundentes de cara a las necesidades del país. Un dime y direte a ratos repetitivo, exposición de estados anímicos en remplazo de soluciones de fondo frente a la grave e insoportable realidad nacional.
El electorado ya se habrá formado su propia opinión del debate y, lo que es más importante, su decisión electoral responsable.