Tiempo de pandemia sinónimo social de muerte, horas de indefensión, acaso la mayor contradicción humana en tiempos del virus es no haber sido solidarios, con esa solidaridad que une y se fragua en el amor. Tal vez en un futuro recordemos con remordimiento no haber tenido en mayor medida y con clemencia, la necesaria capacidad amatoria que las circunstancias virales ameritan. Y esa habrá sido la peor tragedia, no haber amado en tiempos de la pandemia.
Pero, qué es el amor, qué lo motiva y qué lo destruye, cómo existe, dónde nace y cómo muere. ¿Será acaso aquello que declaran las baladas románticas y, por antonomasia, el desenlace del desamor su lógico contrario?
Por tomar un ejemplo mencionaré a Julio Iglesias cuando canta al amor: El amor. No solo son palabras que se dicen al azar, por un momento y sin pensar. Son esas otras cosas que se sienten sin hablar. Al sonreír, al abrazar. Lugar común, irracionalidad del amor mal concebido que da lugar a un malentendido. El amor es precisamente lo contrario, un discurso. Roland Barthes en su ya célebre texto Fragmentos de un discurso amoroso, bien hace en advertirnos que nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien, porque el amor es un lenguaje. Y ese “lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro -refiere Barthes- Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es «yo te deseo», y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación”. Razón de un sentimiento razonable, que todo se arregla pero no dura, que cuando es sentimiento amoroso, nada se arregla y sin embargo dura.
Eso también suele ser el amor.
Una declaración, la propensión del sujeto amoroso a conversar abundantemente, con una emoción contenida, con el ser amado, acerca de su amor, de él, de sí mismo, de ellos: la declaración no versa sobre la confesión de amor, sino sobre la forma, infinitamente comentada, de la relación amorosa. Todo el discurso amoroso está urdido de imaginario, de deseo, de declaraciones. En donde todo es solemne, no tengo sentido de las proporciones, concluye Barthes.
Y no se tiene sentido de las proporciones cuando no existe sentido de la realidad. Aprendimos el amor como una entelequia. Nos enseñaron el amor no como objetividad de una liberación, sino como una dependencia. Nos incitan a amar como ligazón que nos hace depender afectivamente del otro o la otra, y no nos enseñan a liberarnos, ser libres en nuestro amor propio cuando acaba el amor. Ese clima borrascoso insinúa bien la balada romántica de Guillermo Dávila: Cuando se acaba el amor, la vida pasa de largo. No tienes nada que decir. Y te alimentas de pasado, te obsesiona recordar cosas inútiles. Y te apetecería odiar. Caminas solo como un lobo siempre alerta. Cuando se acaba el amor, hasta lo dulce sabe amargo. Echas de menos el ardor mojado de su cuerpo, desnudo.
Qué precarios suelen ser nuestros saberes acerca del amor. No nos enseñan amar cuando niños, nadie nos advierte que el amor es salirse de sí mismo, en una actitud de entrega que puede llegar a convertirse en un proyecto. Nadie nos muestra los materiales vitales con que está construido ese proyecto, y nos quedamos con la parte que disloca, que me desquicia a mí mismo y me impide construir una vida posible con el ser amado.
Nadie nos anticipa que en los hechos de una ruptura, en el lado oscuro de la luna amorosa, queda a veces la dinámica de una relacion solidaria que te impide desear mal a quien amaste. Dar el salto hacia una amistad suele ser instintivo, considerar que los ex amado o amada son seres humanos a quienes jamás declararás una guerra sórdida, como a un enemigo, porque la actitud de entrega prevalece como instinto de sobrevivencia.
No nos enseñaron a construir el amor como proyecto de vida, sino como encantamiento subjetivo del que no se sospecha nada del leiv motive hasta que el amor enceguece. Nunca sabremos por qué el amor nos unió a una persona, sin saber qué nos desunió de ella y hasta dónde. Diferente es el designio de Cortázar acerca del amor: Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.
La sentimentalidad del amor debe ser asumida por el sujeto amoroso como una fuerte transgresión, que lo deja solo y expuesto; por una inversión de valores, es pues esta sentimentalidad lo que constituye hoy lo obsceno del amor, sugiere Barthes. Veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces normal, me ajusto a la manera en que todo el mundo soporta la partida de una persona querida. Pero cuántas no, y la ausencia del otro me mantiene la cabeza bajo el agua; poco a poco me ahogo, mi aire se rarifica: en esta asfixia reconstruyo mi verdad y preparo lo intratable del amor.
El duelo del amor es distinto. Hay un escenario de aquello que se espera sin esperar ya nada. Organizamos esa espera en la vaciedad que necesita estar ahí para confirmar que el ser amado sigue existiendo. Qué distinto es aprender amar en otra dimensión lo que se muere, lo que nunca más será, y ayudarle a morir en un acto de amor, en solidaridad amorosa como actitud de entrega, sin más proyecto que la muerte inapelable. Suele ser la más lucida lección de amor que nos enseña a morirnos juntos de amarnos. Es una muerte abierta, por dilución en el éter, muerte cerrada de la tumba común, como advierte Barthes.
Nuestro apreciado amigo, el escritor Abdon Ubidia, echa luces a las tinieblas en su texto La aventura amorosa. Somos dobles -pensó- queremos lo que tenemos y no tenemos. Porque, como nos recuerda el crítico Raúl Serrano acerca del texto ubidiano, el territorio en el que el torbellino de las pasiones el amor no solo sea una llama doble, sino que siempre se exprese como un incendio voraz e implacable, pues sin duda el amor y sus demonios es una de las aventuras que ha hecho de la destrucción el fermento de toda gran poesía.
Salida de sí mismo, actitud de entrega, un proyecto; el amor es una historia que se cumple, en el sentido sagrado, para vivirla intensamente.