Para los que aún no han visto en Netflix la serie «Anne with an E», basada en los libros de Lucy Maud Montgomery, les adelanto que esta serie tiene como protagonista a Anne, una huérfana de gran imaginación y temperamento, la misma que es adoptada por un par de hermanos solteros de la Isla del Príncipe Eduardo en Canadá. Con actuaciones memorables, de alto dramatismo y ternura, la serie estrenada en 2017 logró en poco tiempo una audiencia gigantesca, varios premios y una catarata de críticas positivas, sin embargo de lo cual, terminó por caer bajo el hacha de lo “políticamente correcto”.
La serie «Anne with an E» se inspiró en un clásico de la literatura infantil, traducido a 36 idiomas, con más de cincuenta millones copias, y una vez convertida en un producto televisivo, bajo la impecable dirección de Moira Walley-Beckett, ganó el premio de la Academia Canadiense de Cine y Televisión a la mejor serie dramática, tanto en 2017 como en 2018, pero, para sorpresa de millones de seguidores, de forma repentina esta fue cancelada… ¿por qué?, porque sectores del público ha encontrado «defectos» en la serie, tales como que esta coloca a los blancos canadienses de principios de siglo XX como “salvadores de las minorías”. Los personajes de la serie son pintados –dicen- como «blancos buenos» ayudando a las minorías «de color”, lo que es una forma muy distorsionada de ver lo que la serie presentaba.
De nada ha servido que en dicha serie se hayan abordado temas como la orfandad, el abandono infantil, el trauma psicológico, y problemas sociales y políticos como la presión por la conformidad, la desigualdad de género, el racismo, la religión, la lucha de las sufragistas por obtener el voto para las mujeres o por la plena libertad de expresión; tampoco han valido las protestas, ni los carteles que sus seguidores han desplegados en varias ciudades del mundo, ni las acciones emprendidas para recaudar fondos, a fin de que la serie continúe, puesto que quienes auspiciaban la exitosa serie, asustados por la crítica negativa de un sector del público, decidieron dar un paso al costado y así fue como «Anne with an E» quedó en solo tres temporadas, cuando estaban planificadas cinco.
Estamos sin duda ante una ola revisionista pretende echar al tacho de basura desde cuentos de hadas, hasta obras de la literatura mundial, bajo la acusación de que no calzan con lo “políticamente correcto”. Asistimos a casos que parecerán increíbles, como el de esa biblioteca española de la que fueron retirados 200 títulos porque la asociación de padres y madres de familia les pasaron la lupa desde “la perspectiva de género”, o como el caso del alcalde de Venecia que prohibió 49 libros que, según él, promulgaban la homosexualidad, o el del municipio de París que conformó una comité de vigilancia de libros y, por sugerencia de este, retiró obras que podrían “impresionar negativamente a los niños”. Hemos llegado al punto en que no es extraño que la mundialmente aclamada obra de teatro “Los monólogos de la vagina” fuera suspendida en un colegio de mujeres de los Estados Unidos, por considerar que esta era “ofensiva para las mujeres que no tenían vagina”.
No se puede negar que hay un punto positivo en el afán de revisar lo que hasta hace no mucho parecía “normal” y que, por ese camino, se pueden identificar algunas de nuestras taras enquistadas en el idioma y en ciertos lamentables estereotipos a la hora de ver el mundo, pero de seguir así nos quedaremos sin claroscuros, hondura, símbolos, humor ni contrastes, ocupados en arrasar con textos magníficos sin molestarnos en mirar el contexto en el que fueron escritos o, por el contrario, hundiendo el bisturí en el contexto ideológico, sin molestarnos en disfrutar del texto que tenemos al frente.
Este prurito por limpiarlo todo, incluso el humor, de ciertos matices o temas, para que no resulten sospechosos o perturbadores para cierta mentalidad, ha hecho que algunos editores –sobre todo de la llamada “literatura infanto-juvenil”- pongan a funcionar sus lupas, dejando de lado libros que consideran “incorrectos” o exigiendo que se cambie alguna escena o diálogo en estos, con el propósito de evitar cualquier molestia o resquemor entre el público adulto que supervisa lo que leen sus alumnos e hijos, aunque no se preocupan de todo lo que ven en las redes y la tv. En el afán de calzar, algunos de ellos prefieren publicar libros plagados de buenas intenciones, escritos por autores sin talento y, por el contrario, echar al tacho de basura otros con temas más audaces y provocadores. La cruda verdad a la que nos enfrentamos es que un autor genial como Roald Dahl no sería publicado hoy, si nos atenemos a un mercado cada vez más puritano e hipócrita, vigilado por acuciosos policías de la moral y las buenas costumbres.