La violencia callejera, carcelaria o puertas adentro del hogar, crímenes cometidos por sicarios en moto, reclusos integrantes de bandas en disputa, femicidios que se cometen en la intimidad familiar son escenas diarias en los noticieros de la televisión. En los espacios de crónica roja se expresa un periodismo necrófilo que hace el inventario de cadáveres, producto de la violencia cotidiana. Violencia exhibida en las pantallas y que el televidente observa como una alteridad. Esa condición o capacidad de ser otro, muestra la violencia como un asunto ajeno. La alteridad de la violencia significa que su manifestación de crueldad es extraña a nosotros, ocurre a los demás.
Existe un registro de 251 muertes ocurridas en los centros penitenciarios desde el 2010. Durante la pandemia provocada por la Covid-19, cuatro países de Latinoamérica y el Caribe, presentaron incremento en sus tasas de violencia: Chile, Ecuador, Panamá y Costa Rica. Según datos de InSight Crime, entre 2019 y 2020 las muertes violentas en nuestro país subieron de 1.177 a 1.357, representando una tasa de 7,7 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. Las últimas cifras hablan de 384 muertes violentas ocurridas en Ecuador en lo que va del año.
Contamos la violencia en un doble sentido, como narración y como inventario. Supone dar cifras que se incrementan a diario, también supone un relato de venganzas. La delincuencia organizada ajusta cuentas provocando muertes, mientras el Estado hace cuentas, contando muertos. Los narcotraficantes ajustan temas pendientes de todo tipo, deudas económicas, personales y laborales. Se cobran daños recibidos por la competencia comercial en disputa por los territorios de distribución de droga. El Estado constata esos hechos, y su contabilidad mortuoria da un contorno técnico a la violencia. La policía cuenta cuerpos recogidos en las calles y mutilados en las cárceles. La violencia se ha vuelto callejera porque los capos de las mafias penitenciarias amenazaron que de no cumplirse sus demandas, la violencia carcelaria se trasladaría a las calles; aquello sucedió, y la violencia sigue apareciendo ajena en el relato de la crónica roja.
La violencia extrema proviene de ejecuciones callejeras. En las cárceles la crueldad extrema proviene del descuartizamiento de cadáveres. Los forenses del Estado reúnen fragmentos corporales hasta reconstituir anatomías por el número de partes inventariadas. Cuantifican como mortímetros diarios las muertes de una guerra delictiva.
El Estado practica de hecho una guerra no declarada en las palabras, con muertos puestos por la ciudadanía a manos de criminales organizados. Una guerra que se presenta en las pantallas como un suceso cotidiano con un ganador aparente: los organismos estatales, policía, ejercito, justicia. Una guerra que no muestra el rostro del perdedor. Se justifica la guerra como una forma de acabar con la violencia, solo decirlo resulta una falacia. Si la acción represiva gubernamental es entendida como guerra no declarada, significa que en los enfrentamientos entre la policía y las pandillas o entre las propias bandas del sicariato, se hace uso de una violencia no legalizada.
La crueldad siempre es un hecho excepcional, registrarla cotidianamente la naturaliza. La violencia proyectada en los noticieros se vuelve cosa normal y frente a las pantallas del televisor perdemos capacidad de asombro. La muerte sucede a los demás en la televisión, es una alteridad que convierte el conteo técnico de cadáveres parte de una violencia que no pertenece a nuestra rutina. El solo hecho que se diga que un determinado muerto registra antecedentes penales en vida, lo normaliza, porque resulta incluido en la esfera de la criminalidad a la cual pertenece de manera natural. Forma parte de la clase de criminales, es uno más de ellos, el crimen y la muerte ocurre entre iguales. Nosotros somos espectadores ajenos a esa violencia criminal. No se trata solo de una alteridad física, es también una alteridad social. Hay una casta criminal, una clase de criminales a la que no pertenecemos. Cuando el telediario se refiere a que los jóvenes sicarios pertenecen a clases populares, surge el estigma de ser carne de cañón de una guerra singular entre pandillas de sicarios, en un ámbito distante al ciudadano común, donde tiene lugar un conflicto armado no declarado formalmente.
La violencia diaria es el producto de un contrapoder que actúa por sobre el poder, que supera al Estado y pone en jaque a la sociedad. Es un poder violento que ejerce la crueldad como un exceso que la sociedad debe pagar en la guerra contra el narcotráfico. Un fenómeno adquirido que en un momento fue exportado desde México y Colombia a Ecuador.
En toda guerra existen muertos, las guerras precisamente se ganan generando bajas al enemigo, exterminándolo, y se pierden cuando se tiene un numero de bajas imposible de tolerar. El perdedor es aquel que registra más deterioro de la moral en sus filas. La desmoralización surge de un Estado que libra una guerra tácita con muertos no regulares y muertes perpetradas guardando apariencias legales en los informes oficiales. Es una doble derrota en la medida de que el Estado tiene el deber de garantizar la seguridad a todos los ciudadanos, defender la vida de cada uno de ellos. Cada muerte perpetrada por el narcotráfico y sus sicarios en armas, es una derrota del Estado. Hacer justicia no solo implica capturar al asesino después de cometido el delito, encerrarlo en una cárcel para que continúe liderando el crimen organizado y perpetrando asesinatos desde las celdas de un sistema penitenciario donde no existe ninguna posibilidad de rehabilitación social bajo las lógicas existentes. Justicia esencialmente implica anticiparse a los hechos en base de la información proporcionada por la inteligencia policial. Supone una antelación que prevé las causales sociales de la criminalidad violenta y trabaja para erradicarla a través de políticas públicas de justicia social y económica.
¿Estamos en el lado equivocado de la guerra contra las drogas? Esta es la pregunta que se debe hacer desde el Estado. Registrar crímenes que ocurren en la alteridad de una violencia ajena, inventariar muertos, fotografiar y filmar narcopistas clandestinas, reportear ataques diarios del sicariato, cuantificar toneladas de drogas incautadas, tal vez, no sea suficiente sin profundizar en las causas de un fenómeno enquistado en las estructuras mismas de la sociedad capitalista. En los EE.UU el negocio del narcotráfico produce millonarios, en Ecuador produce muertos. En estados como California la marihuana produce fortunas y empresarios, aquí cadáveres y presos. Mientras exista un consumidor de droga en Norteamérica habrá quien la produzca en Sudamérica. La guerra no concluye con menos muertos que contar. La guerra termina cuando no haya más causas que la provoquen, tal vez ese día coincida con el fin del narcotráfico.