Fragmentos de El segundo sexo, parteaguas del siglo XX
Simone de Beauvoir
Si la función de hembra no es suficiente para definir a la mujer, si también nos negamos a explicarla por «el eterno femenino» y si no obstante aceptamos, aunque sea con carácter provisional, que existen mujeres sobre la Tierra, tenemos que plantearnos la pregunta de rigor: ¿qué es una mujer?
El enunciado mismo del problema me sugiere inmediatamente una primera respuesta. Es significativo que me lo plantee.
A un hombre no se le ocurriría escribir un libro sobre la situación particular que ocupan los varones en la humanidad. Si me quiero definir, estoy obligada a declarar en primer lugar: «Soy una mujer»; esta verdad constituye el fondo sobre el que se dibujará cualquier otra afirmación. Un hombre nunca empieza considerándose un individuo de un sexo determinado: se da por hecho que es un hombre. Si en los registros civiles, en las declaraciones de identidad, las rúbricas hombre o mujer aparecen como simétricas es una cuestión puramente formal.
La relación entre ambos sexos no es la de dos electricidades, dos polos: el hombre representa al mismo tiempo el positivo y el neutro, hasta el punto que se dice «los hombres» para designar a los seres humanos, pues el singular de la palabra vir se ha asimilado al sentido general de la palabra homo. La mujer aparece como el negativo, de modo que toda determinación se le imputa como una limitación, sin reciprocidad.
A veces me he sentido irritada en una discusión abstracta cuando un hombre me dice: «Usted piensa tal cosa porque es una mujer»; yo sabía que mi única defensa era contestar: «Lo pienso porque es verdad», eliminando así mi subjetividad; no podía replicar: «Y usted piensa lo contrario porque es un hombre», pues se da por hecho que ser un hombre no es una singularidad; un hombre está en su derecho de ser hombre, la que se equivoca es la mujer. En la práctica, igual que en la Antigüedad había una línea vertical absoluta con respecto a la cual se definía la oblicua, existe un tipo humano absoluto que es el tipo masculin
La mujer tiene ovarios, útero; son condiciones singulares que la encierran en su subjetividad; se suele decir que piensa con las glándulas. El hombre olvida olímpicamente que su anatomía también incluye hormonas, testículos. Percibe su cuerpo como una relación, directa y normal con el mundo, que cree aprehender en su objetividad, mientras que considera el cuerpo de la mujer lastrado por todo lo que lo especifica: un obstáculo, una prisión. «La hembra es hembra en virtud de una determinada carencia de cualidades», decía Aristóteles. «Tenemos que considerar el carácter de la mujer como naturalmente defectuoso». Y Santo Tomás decreta a continuación que la mujer es un «hombre fallido», un ser «ocasional». Es lo que simboliza la historia del Génesis, donde Eva aparece como sacada, en palabras de Bossuet, de un «hueso supernumerario» de Adán.
La humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él; la mujer no tiene consideración de ser autónomo. «La mujer, el ser relativo…», escribe Michelet. Benda afirma también en Le Rapport d Úriel: «El cuerpo del hombre tiene un sentido en sí mismo, al margen del cuerpo de la mujer, mientras que este último parece desvalido si no evocamos al hombre… El hombre se concibe sin la mujer. Ella no se concibe sin el hombre». Y ella no es más que lo que el hombre decida; así recibe [en francés] el nombre de «el sexo» queriendo decir con ello que para el varón es esencialmente un ser sexuado: para él, es sexo, así que lo es de forma absoluta. La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, es el Absoluto: ella es la Alteridad.
La categoría de Otro es tan originaria como la conciencia misma. En las sociedades más primitivas, en las mitologías más antiguas, encontramos siempre una dualidad que es la de lo Mismo y lo Otro; esta división no se situó en un principio bajo el signo de la división de sexos, no depende de ningún dato empírico: es lo que se deduce, por ejemplo, de los trabajos de Granet sobre el pensamiento chino, de los de Dumézil sobre India y Roma. En los binomios Varuna-Mitra, Urano-Zeus, Sol-Luna, Día-Noche, no está implicado en principio ningún elemento femenino, como tampoco en la oposición del Bien y el Mal, de los principios fastos o nefastos, de la derecha y de la izquierda, de Dios y de Lucifer; la alteridad es una categoría fundamental del pensamiento humano. Ningún colectivo se define nunca como Uno sin enunciar inmediatamente al Otro frente a sí. Basta que tres viajeros se reúnan por azar en un mismo compartimento para que el resto de los viajeros se conviertan en «otros» vagamente hostiles. Para el aldeano, todas las personas que no pertenecen a su aldea son «otros» sospechosos; para el nativo de un país, los habitantes de países que no son el suyo aparecen como «extranjeros»; los judíos son «otros» para el antisemita, los negros para los racistas norteamericanos, los indígenas para los colonos, los proletarios para las clases pudientes. Al cabo de un estudio profundo sobre las diferentes figuras de las sociedades primitivas, Lévi-Strauss concluyó: «El paso del estado de Naturaleza al de Cultura se define por la aptitud que tiene el hombre para concebir las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones: la dualidad, la alternancia, la oposición y la simetría, presentadas en formas definidas o imprecisas, no son tanto fenómenos que hay que explicar como imperativos fundamentales e inmediatos de la realidad social». Estos fenómenos no se pueden entender si la realidad humana se considera exclusivamente un mitsein basado en la solidaridad y en la amistad. Por el contrario, se aclaran inmediatamente si, siguiendo a Hegel, descubrimos en la propia conciencia una hostilidad fundamental respecto a cualquier otra conciencia; el sujeto solo se afirma cuando se opone: pretende enunciarse como esencial y convertir al otro en inesencial, en objeto.
Fuente revista Rocinante 149, marzo 2021