La brega electoral no termina y en medio de la incertidumbre dos candidaturas disputan un lugar que les permita terciar en la segunda vuelta con Andrés Arauz, ganador de los comicios del 7 de febrero. Las candidaturas de Lasso y Pérez recuentan voto a voto las preferencia de los electores buscando alcanzar un resultado favorable, mientras el país advierte una mayor polarización entre las posiciones políticas que disputan el poder.
En medios informativos no solo se realiza la cobertura a la gestión del CNE, sino que además se emiten mensajes de abierta injerencia en las decisiones de los postulantes. Una de las “recomendaciones” emitidas por un canal estatal sugiere la creación de una “fuerza multipartidista” de las tres candidaturas más votadas después del primero, es decir, la unidad entre Lasso, Pérez y Hervas, según la cual se lograría “la reconciliación nacional”.
La propuesta suena a un canto de sirena por lo encantadora e irreal. En la eventualidad de pactar alianzas el intento pasa por saber a quién pedir el voto en la segunda vuelta, tentativa que implica reacomodamientos y renunciaciones. Es obvio que reconocer la derrota en la primera vuelta y abandonar la contienda no es cosa fácil, peor aún, verse en la necesidad de votar en segunda vuelta por quien no comparte la misma ideología.
La alianzas políticas exigen deponer actitudes y posiciones ideológicas, ser “emocionalmente inteligente”, porque al final del día de cara a la segunda ronda electoral se enfrenta un «enemigo» común. Este elemento discordante cobra importancia en la necesidad de saber a quién pedir apoyo para la segunda vuelta. Una de las opciones son las propias candidaturas que no pasaron el examen de la primera, potenciales aliados en supuesta capacidad de endosar votos de sus electores a los dos contendores finales. Es ese momento cuando las ideologías comienzan a jugar un rol aparentemente secundario y hay que buscar alianzas con aquellos sectores afines.
La segunda búsqueda de apoyo, la más importante, es pedir el voto a la ciudadanía que constituye la mayoría de electores, un voto blando al que hay que seducir. El reto es inspirar confianza, disminuir sospechas negativas. Conectar con los intereses de la gente, sus problemas y necesidades. Escuchar a hombres, mujeres, jóvenes y diseñar una solución viable a sus aspiraciones insatisfechas, representativa para todos y todas. Mostrar capacidad de entender qué interesa a la gente y proponer cosas posibles entre múltiples problemas ciudadanos no resueltos que saltan a la vista: empleo, salud, educación, seguridad, cultura, esparcimiento, entre reivindicaciones pendientes específicas de género, juventud y etnia.
Un escenario equívoco que aumenta la división nacional es enfatizar la contradicción principal entre correistas y no correistas, porque es una confrontación maniqueísta que estimula y consolida odios irreconciliables en el país. Si existe división nacional, pasa por la línea divisoria entre un país de estado de derecho que gobierne con justicia social, equidad económica e inclusión política, en contraste con ese otro país excluyente, socialmente injusto, que niega oportunidades de trabajo a la población activa, salud a las familias, educación a la niñez y juventud, que naturaliza la violencia de género y el racismo imperante en Ecuador.
Tres de las cuatro candidaturas mejor votadas el 7 de febrero no son de izquierda ni de derecha, son progresistas. Eso hace posible la búsqueda de un acuerdo nacional entre fuerzas de la tendencia, UNES, izquierda democrática, sectores indígenas organizados, la juventud y sus organizaciones, la mujer y sus representaciones de género.
Arauz ha llamado a una “unidad por la esperanza”, dispuesto a conversar con todos los sectores, incluyendo a la socialdemocracia, en torno a un proyecto político de justicia social. Hervas, presionado en entrevistas, ha manifestado que no se sentará a conversar con quienes “han dañado al Ecuador. Me sentaré a conversar con todos, no con esa extrema política corrupta que nos ha hecho daño”. Y llama a Lasso y Pérez a unirse y proponer “un pacto por el país”, que apoyaría.
El progresismo y su candidato debe sintonizar con aliados posibles, dialogar y consensuar en torno a un proyecto de país con equidad económica, justicia social y atención prioritaria a la emergencia sanitaria. No obstante, el camino de las alianzas partidistas no es fácil y se abre la senda de pedir prioritariamente el voto al ciudadano común para quien se debe gobernar.
La política es hacer que las cosas sucedan. Es preciso conciliar intereses, armonizar posiciones y hacer posible la gobernabilidad en este país. El próximo presidente de mayoría absoluta debe gobernar con mayorías móviles. Solo aquellas fuerzas políticas que con mayor sensibilidad han puesto entre sus prioridades el interés común, harán posible las alianzas. Difícilmente lo harían quienes piensan primero en sus negocios, en los paquetes accionarios de sus empresas, o en intereses sectoriales, étnicos o ecológicos, a ultransa.
La gente se cansó de la pasividad obediente, ahora quiere decidir y quienes van a decidir son aquellos que perdieron en primera vuelta. Si esta vez elegimos un destino y no solo un presidente, entonces debemos proyectar esa disyuntiva y decidir entre el neoliberalismo y sus políticas de hambre o el progresismo con justicia social. Esa es la disyuntiva frente a la construcción de un nuevo Ecuador.
Entre ambos caminos -aliados y ciudadanía- deben buscar acuerdos duraderos y enfrentar al contrincante con altura democrática y tolerancia. Cualquier alianza electoral sin la venia ciudadana está condenada al fracaso y corre el riesgo de afectar la gobernabilidad del país una vez en el poder. Cualquier camino errado por la senda de división aumentaría el nivel de conflictividad social e inestabilidad política.
Ecuador, en medio de divisiones, debe sumar y multiplicar, y por vez primera consolidar un proceso de integración nacional.