El camino a todas las cosas grandes pasa por el silencio, dejó escrito Nietzsche. Esperamos que la sentencia nietzscheana sea también un gran augurio en este silencio electoral. Ahora que todo cuanto tenían que decirnos fue dicho, y se abre ese espacio inescrutable a la reflexión sobre las grandes cosas que esperamos para el país.
Una campaña con promesas de cambio, ampulosa en ofertas sin duda, llega a su fin. Los mismos argumentos que escuchamos hace cuatro años, escuchamos hoy, y apostamos entonces mayoritariamente al cambio, convencidos de consolidar la justicia social y la confianza fue infamemente traicionada. Felonía que frustró no solo las aspiraciones de quienes votamos por la transformación, sino de todo un país que aspiraba dejar atrás las iniquidades sociales.
Injusticias que son parte de una realidad aparentemente apolítica, pero son el fruto de las decisiones que toman los políticos, convertidas luego en políticas públicas que afectan las oportunidades y emprendimientos ciudadanos. En eso, acaso, consiste la elección del domingo: decidir entre quienes profesan la cultura neoliberal y aquellos que luchan por la justicia social. La diferencia no es difícil constatar, entre tener o no tener recursos para una adecuada alimentación, vestuario, salud, educación, cultura, esparcimiento, entre otras necesidades vitales. Es hora de comprender, así de claro, que el neoliberalismo y sus políticas significa negación para las grandes mayorías de todo cuanto se necesita para vivir dignamente.
El neoliberalismo es una ideología que, como la niebla, lo envuelve todo y no deja ver la realidad. Entonces es preciso saber que esa ideología tiene que ver con nuestra realidad cotidiana. Cuando un jefe de hogar es despedido del trabajo o se lo contrata por horas sin afiliación al seguro social, cuando una madre no tiene que dar de comer a sus hijos, o un joven no alcanza un cupo para estudiar la profesión que quiere en la universidad, cuando un empresario prefiere depositar sus ganancias en un banco fuera del país o los artículos de consumo masivo se vuelven inalcanzables en los escaparates de un supermercado, cuando no hay cómo acceder a un servicio de salud digno o pagar un colegio privado, eso es neoliberalismo. Todo lo que forma parte de una política antipopular o favorable a las élites que ostentan el poder político y económico del país.
Y frente a esa realidad, cada cuatro años tenemos la opción de elegir a quienes nos condenan desde el poder a la carencia de lo vital, o elegir a quienes impulsan cambiar de realidad. Esa realidad familiar para el común de las personas tiene un origen en la cultura neoliberal. Cada cuatro años el primer día de lo mismo, propiciado por las mismas políticas. Se nos quiere hacer creer que la experiencia es garantía de buena gobernanzas. Pero hay experiencias y experiencias. Están los duchos en materia de conciábulos, pactos entre gallos y media noche a espaldas del pueblo para repartirse el poder y las migajas que sobran. El botín del tráfico de influencias y amistades incluye desde hospitales públicos, insumos médicos, hasta vacunas contra el virus. Entonces la política se vuelve práctica de mafiosos, de ministros huidizos y delincuentes que se burlan de todo un país desde sus celdas a través de grotescos videos.
Nos gusta la política hasta un punto. Cuando la politica se impone por presiones internacionales sobre las decisiones nacionales, la política empieza a ser sospechosa y el pueblo lo sabe, pero no puede impedirlo. Cuando la política se la usa para apadrinar impopulares gobernantes, entonces amerita que el voto sea reivindicativo. Un voto protesta en rechazo a quienes usan la gobernanza contra la ciudadanía. Para algo ha de servir la democracia por más formal que se nos presente. Alguna vez en esos cuatro ineludibles años habrá de presentarse la oportunidad de castigo o rapapolvo popular contra las políticas esquivas con los derechos ciudadanos y la justicia social.
Cuando la preclara lucidez del pueblo lo hace montar en colera -como en una yegua salvaje- contra la política sospechosa, entonces las elecciones son la oportunidad para reivindicarnos de cara al país y frente a nosotros mismos. Votar es la oportunidad de influir para que nuestras necesidades, aspiraciones y sueños se realicen en la voluntad política de quienes elegimos.
¿Qué nos interesa en esta elección? Las encuestas dicen que el empleo adecuado, salud para la familia, educación para nuestros hijos, seguridad ciudadana, cultura en todas sus expresiones y paz social sin corrupción. Todo cuanto representa la convivencia pacífica en un país civilizado.
El voto es una herramienta para construir esa realidad posible. Así será a condición de votar conscientemente y de saber distinguir entre quienes buscan servir con el poder y quienes quieren servirse del poder. Lo peor que se puede hacer es no asistir a votar, votar en blanco o votar nulo. El ausentismo y la abstinencia electoral no resuelven las necesidades populares ni eligen presidentes.
Hagamos uso del voto como una voz de protesta contra la injusticia y la exclusión social. No permitamos que terceros elijan por nosotros. Los apolíticos confesos solo permiten que políticos avezados decidan por ellos. Los indecisos hacen posible el ascenso de presidentes indeseados cuando dejan que otros decidan en su lugar.
Que esta vez el voto sea reivindicativo, que nos devuelva el poder de elegir a favor y en defensa de nuestros propios intereses. ¿Qué está en juego?’ El futuro inmediato y mediato del país. Pero de manera concreta se juega el destino de nuestras familias a corto plazo. Sí importa mucho quién gobierne el país. De sus decisiones depende las oportunidades de trabajo, caminar seguro por las calles, acceder a los servicios de salud, estudiar la profesión que los jóvenes aspiran, disfrutar de la cultura y sus diversas expresiones, en fin, confiar en un futuro más cierto en un verdadero país de justicia y dignidad.
El descrédito de la política y los políticos hace más difícil la elección. La desconfianza es fruto de la política que no nos gusta y que ha significado la destrucción del estado de derecho, la desconfiguración de las instituciones y un golpe a la economía de las familias. Una política caracterizada por el odio y la persecución judicial de una justicia a la carta, de constantes fraudes procesales. Una retahíla de medidas económicas que no buscan el bienestar del trabajador que produce la riqueza, sino la flexibilización laboral que favorece al empresario que contrata su fuerza de trabajo bajo condiciones cada vez más precarias. Un modelo económico empresarial que concentra la riqueza, insensible e inhumano. Un modelo político que deja al descubierto la discriminación, aumenta la intolerancia, la xenofobia, misoginia y la violencia contra la mujer, adolescentes y niñas. Un régimen permisivo de una educación patriarcal que naturaliza esa violencia.
No obstante, otro Ecuador es posible. Siempre y cuando sepamos identificar a los hombres y mujeres preparados intelectualmente, mejor dotados espiritualmente, en capacidad de oponerse al capitalismo pujante de los más ricos contra los más pobres. Que nos garanticen que el neoliberalismo es una cultura que no va más y es posible recuperar el futuro y nuestros derechos.
Solo hay dos opciones: un país regentado como una hacienda por gamonales, banqueros y burócratas que se sirven del poder para multiplicar su poder, o una nación gobernada por gente con sensibilidad social, a través de políticas públicas de equidad y bienestar colectivo.
El camino a todas las cosas grandes pasa por el silencio. Que el silencio electoral nos deje oír nuestra voz interior. Escuchar nuestra propia consciencia en su instintiva lucidez que dice: otro Ecuador es posible.