Una de las empresas publicitarias más importantes del mundo -McCann Erickson-, promovía su imagen con la frase eslogan “La verdad bien dicha”. No resulta extraño que la creadora publicitara de la Coca Cola vendiera su actividad con una frase, indiscutiblemente, discutida. Como dato curioso, en parte de las metáforas creativas usadas por esta y otras agencias, influye la idea de que el primer gesto publicitario de la humanidad fue el de Eva, ofreciéndole la manzana a un distraído Adán. Todos sabemos cómo terminó la historia.
Más allá de la creatividad publicitaria, expertos hacen esfuerzos por definir a la publicidad como la “difusión o información de ideas u opiniones de carácter comercial, político, religioso, etc., con intención de que alguien actúe de una determinada manera, piense según sus ideas o adquiera un determinado producto”. Esta definición es complementada con el concepto de que la publicidad tiene el propósito de “incrementar el consumo de un bien en el mercado, mejorar la imagen de una marca o reposicionar un producto”. Otra reconocida agencia publicitaria se vende de mejor forma, enfatizando el vínculo con sus clientes: “Creemos que el contenido y los resultados construyen relaciones que generan confianza, esto nos lleva a formas de alianzas perdurables. Nuestra posición por lo que hacemos se demuestra en nuestra labor diaria como Agencia, como seres humanos”.
La era consumista
La publicidad adquiere una relevancia en el mercado finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando las compañías capitalistas dejan de producir armas y concentran sus fuerzas productivas en la industrialización de productos de consumo masivo. Tiene lugar “la era del producto” en la década de los años cincuenta que marca una primera etapa de la publicidad como actividad industrial, con un brillo comercial que destella tanto como los primeros electrodomésticos de procedencia americana y europea que inundan el mercado. En esos imberbes impulsos consumistas ya se nos habló de un mundo sin límites.
En dichos propósitos se echó mano a diversos recursos de la psicología de masas, la retórica y la fantasía literaria. En primer término, se buscó el impacto sensorial, captar la atención del televidente, radioyente o lector, atrayendo sus sentidos del profuso ruido ambiental impactándolo sensorialmente con sonidos, imágenes, luces y gritos, efectos que lo predisponen a escuchar, mirar o leer un mensaje. Se habló, entonces, de un “bullet” o choque con los sentidos del consumidor para atraer su interés. En seguida, se buscó la comprensión del contenido con argumentos que destacaban el precio del producto y ciertos rasgos formales por sobre sus cualidades verdaderas. Los anuncios tenían una estructura clásica de encabezados, fotografías, cuerpo textual del mensaje, logotipo, eslogan y datos de contacto. Demás está decir que esos discursos se volvieron paisaje y ya no impactó, debidamente, el producto ni la marca.
Hubo que apelar a otros recursos que hicieran posible vincular los objetos promocionados con el ánimo de sus consumidores finales. Alguien cayó en cuenta de que ya no importa el producto, ni la marca, a condición de que el usuario “se enamore de ellos”. Y tuvo lugar una nueva etapa, la era “del consumo emocional” por sobre los argumentos racionales de calidad y precio. La publicidad así, entra en la fase del «posicionamiento” en los años setenta, lo que importa es la imagen que nos formamos del producto en nuestra mente, cómo se posiciona y lo recordamos dispuestos a consumirlo. El top of mind, o recordación espontánea de marca, cobra importancia inusitada y se descubre que un ser humano es capaz de retener en su memoria solo siete nombres de productos y que para “posicionar” uno nuevo, es preciso desplazar de la mente del consumidor alguno de los anteriores. La publicidad de ese modo se vuelve cada día más sospechosa y comienza a desmoronarse el eslogan cincelado en mármol de la verdad bien dicha.
A diferencia de los primeros tiempos cuando los artefactos fabricados fueron la estrella, la publicidad evoluciona en sus caracterizaciones y replantea el mensaje, no importa el producto, sus cualidades y servicios prestados al usuario, a condición de que entre al mercado rodeado de apelaciones textuales, la mayor parte de las veces fantasiosas o falsas, ampulosas, simplemente inventadas. Al fin y al cabo, lo mejor está por venir. Esa fue “la era de la marca”, en los años sesenta, cuando la creación de nombres y símbolos predominan en los argumentos publicitarios.
En tiempos dorados la publicidad siempre vendió “un estilo de vida”, materializado en circunstancias, hábitos y objetos que, supuestamente, satisfacen necesidades muchas veces ficticias que pasan por reales. Así se promovía viajes, automóviles, bienes inmuebles, ropa de marca, productos alimenticios, servicios gastronómicos, entretenimiento y un sinfín de productos, enfatizando el estatus social que suponía adquirirlos. Era la loca carrera del consumismo, del arribismo de clase y la movilidad social que la publicidad permitía y estimulaba como diva del capitalismo.
¿Todo tiempo pasado fue mejor?
Visto desde el ángulo empresarial, la publicidad no deja de ser un excelente negocio en tiempos de pandemia. De acuerdo a un informe, el 65% de los encuestados concuerda en que el hecho de que las empresas realicen publicidad en este contexto demuestra que quieren “seguir produciendo”. Sin importar mucho el impacto de los tiempos en que vivimos, los publicistas parecen coincidir en la idea de que las empresas continúen pautando es importante, ya que demuestra que la industria se sigue moviendo, llevando “tranquilidad a las personas en el marco macro económico y de las finanzas personales”. Entre los principales aportes de la publicidad, según estudios de opinión, “las personas resaltan aspectos emocionales, racionales y la colaboración para la mejora de la vida”. En el primero, “pensar en los afectos, transmitir alegría y esperanza y levantar el ánimo, así como sentir orgullo de ser más valorados”. En el segundo, mencionan “los precios más convenientes, la prevención del Covid, el cuidado de su persona y las novedades de las empresas así como la preocupación por los negocios”.
Desde otro ángulo del consumidor, la pandemia contagió a la publicidad del virus de lo insólito. En tiempos de coronavirus cambian los objetivos publicitarios y ahora ya no se nos vende la idea de un nuevo estilo de vida, sino que la publicidad nos aparta de la muerte, la difiere junto con el envejecimiento, las enfermedades, y en general, el deterioro físico y espiritual de nuestra supervivencia diaria. Los ejemplos abundan, un análisis de contenido a los espacios publicitarios de canales, radios y periódicos, muestran que en tiempos del virus se vende productos para sobre llevar la pandemia.
La publicidad en tiempos del virus, sin embargo, es invasiva, impertinente, que apela a imágenes repulsivas a la hora de consumir alimentos o de predisponernos a descansar al final del día. Gente tosiendo y expulsando flemas, inyectados de antídotos, hombres y mujeres con laceraciones visibles, intimidades mórbidas, son escenas cotidianas de la publicidad en tiempos virales. Todo remite a nuestra condición animal, patológica, mortal. Se pone en evidencia lo orgánicamente putrefacto, la descomposición de la carne y del espíritu. Se nos incita a consumir productos para la evacuación de los intestinos, la función del cerebro y la tersura de la piel, contra los hongos en las uñas y las caries dentales. La publicidad hoy quiere que consumamos jabones antivirales, calmantes para las hemorroides, expectorantes de fluidos bronquiales, ungüentos para las infecciones vaginales, engrosadores de cabellos, pomadas para la inflamación del ano, calmantes para la colitis intestinal, alargadores de pestañas, estimuladores para la erección del pene, y un largo etcétera.
No hay parte del cuerpo humano que no sea aludida por la publicidad recordándonos lo estéticamente imperfectos, lo fisiológicamente vulnerables y enfermizos que somos. El organismo humano y sus debilidades se convierten en el target anatómico de una publicidad que especula con la organoléptica de la muerte, para recordarnos que somos finitos, que la vida tiene el límite en un virus letal y en el dolor de una humanidad corruptible.
Un discurso dicho bajo la creencia de que la confianza nos ayuda a ser mejores. Confianza muchas veces vulnerada, manipulada, contaminada de falsas expectativas en tiempos de coronavirus. Publicidad contagiosa, que dejó de ser la verdad bien dicha, para mutar en la nueva cepa de una mentira bien presentada.