Ya lo dicen analistas de la posmodernidad, vivimos en un mundo de puras representaciones, ficticias ilusiones, convertidas en mito por la embustera conversión de lo real en virtual. En palabras simples, la tecnología, nueva religión y sus dioses digitales, nos hacen creer en una nueva fe, un nuevo Edén: el espacio cibernético.
Como en todo acto de fe, la razón aquí no explica nada, precisamente, porque es un acto irracional de creer sin ver. Así, cotidianamente ejercemos el ritual de conectarnos a una supuesta red global omnímoda, incluyente, democrática, en donde todos estamos digitalmente hermanados en la gran confraternidad virtual de las llamadas redes sociales. Esta nueva forma de globalización ejercida por un nuevo dominio se llama cibercolonización, a través de la cual, centros hegemónicos controlan periferias dependientes.
Según Eric Sadin, filósofo que ha estudiado las relaciones de la tecnología y la sociedad, sostiene que la inteligencia artificial es el súper yo del siglo XXI. Y nos refiere el Silicon Valley, que no es solamente un territorio sino un espíritu en vías de colonizar el mundo y ese espíritu busca configurar el fin de la historia dejando emerger un mundo nuevo. Mediante la inteligencia artificial, uno de los componentes centrales de este fenómeno, pretende extraer beneficios de nuestros hábitos e instaurar un modelo civilizatorio basado en la civilización algorítmica. El espíritu de Silicón Valley engendra una silicolonización -como la llama Sadin- de nuevo tipo, más compleja y menos unilateral que se presenta como natural y aparenta ser inmutable. Así, la llamada “sharing economy”, o cultura colaborativa, que es un sistema económico en el que se comparten e intercambian bienes y servicios a través de plataformas digitales, se ha convertido en una tendencia de mercado, merced del cual pareciera que disfrutamos de un espacio abierto y democrático.
Muy por el contrario, existe la creencia del poder de nuevas tecnologías asumidas como inductoras que actúan con nefastas consecuencias para la autonomía social. No en vano, Norbert Wiener, padre de la cibernética, advirtió que en tiempos de nacimiento de la inteligencia artificial “hay que dar al hombre lo que le corresponde y a la máquina lo que le pertenece”. Así de simple.
Pero el fetichismo tecnológico que profesamos, con idolatría por las fantasías electrónicas, ha popularizado una idea del internet como la galaxia idílica. Vivimos atrapados en las redes sociales, y ese concepto de red -que tiene tanto de trampa- se convierte en la noción explicativa para comprender gran parte de los fenómenos de nuestra sociedad. Y lo hacemos sin cuestionar las formas de acoplamiento y ensamblaje que tienen lugar en la estructura social y el tejido cultural de nuestros pueblos, y que resultan determinantes por la posición monopólica que sostienen Google, Amazon, Facebook y Microsoft, como lo nuevos colonizadores cibernéticos.
En estos días vemos cómo la iniciativa del gobierno de Trump contra Google no es más que un engaño, sabiendo que el lobby tecnológico forma parte del poder corporativo del complejo industrial-militar del Pentágono que domina la política estadounidense desde fines de la Segunda Guerra Mundial. En ese trampantojo engañoso, de supuesta iniciativa antimonopolio de Trump, termina al final de día reforzandose la posición de las grandes transnacionales de la comunicación que dominan el hemisferio occidental. Ejemplo de ello es la guerra comercial contra China y la persecución a Huawei, mientras se mantiene el freno a la influencia de empresas punto.com al desarrollo nacional norteamericano.
En esta perspectiva, podemos entender internet al comprender que la gobernanza de la cibercultura es una cuestión política antes que técnica o instrumental. Así lo ilustra la geopolítica de red de redes si se busca en Google el mapa del ciberespacio y se observa que la supuesta equidad y la estructura distribuida y horizontal no existen, excepto como falacia. Esta lógica de dominio, bajo la hegemonía del capital, imprime un modelo de desarrollo de internet dominado por operadores privados transnacionales e intereses político-militares, con dispositivos de Estados Unidos, dominante usuario de la red, que provoca golpes mediáticos y apagones informativos, según su conveniencia.
Se trata de una lógica de dominio en extremo estricta, similar a una Guerra Fría, solo que esta vez el auge de la economía digital es resultado de una respuesta a la crisis de sobreproducción capitalista. Esto explica que el gran capital monopolista tienda a impulsar su productividad valiéndose de la revolución científico-técnica. Las innovaciones tecnológicas impregnan, desde los años ochenta, todos los ámbitos de producción y reproducción social. Esto se observa con mayor nitidez en los llamados círculos de calidad, teletrabajo, televisión interactiva, internet móvil, videojuegos, biotecnologías ingeniería genética, inteligencia artificial, economía creativa, etc. Y como no podía ser de otra manera, también están presente con protagonismo en la participación política, a través del marketing electoral y ciberdemocracia, la organización administrativa y las formas de consumo y representación cultural.
¿Qué alternativa de liberación existe? Una alternativa democrática pasa por cuestionar la soberanía tecnológica, la autonomía informativa, los medios de innovación y codificación, así como el diseño de políticas activas de acceso y apropiación social de la economía digital por los sectores populares.
Si queremos seguir pensando que internet es una comunidad libre y liberada de todo control, podemos hacerlo ilusoria, virtualmente. En tanto se impone una embustera libertad de información pregonada. Mientras vivamos bajo el sopor de creer que en la red somos poderosos influencers, seguidos por miles de amigos y libres ciudadanos bajo el dominio de la cibercolonización que se apodera de nuestras vidas.