A pocas cuadras de la Casa Blanca, una de las propiedades de Donald Trump, el hotel Trump de Washington exhibe dos frases proyectadas en la fachada: “el mundo está mirando. Los electores ya eligieron”. Ambiguas, totalizantes las afirmaciones pretenden decirlo todo, sin decir nada, desconociendo entre líneas que los electores ya eligieron a Biden por una ventaja de seis millones de votos y 74 votos en el colegio electoral, a la vista de todos. Afirmaciones propias de la manera de pensar de un sujeto pragmático, sinuoso, que no deja entrever sus principios sino en sus fines. Un tipo que juega con cartas marcadas de antemano, que practica doble apuesta, al que siempre le obsesiona ganar.
Y en esa línea de acción el presidente de los Estado Unidos, derrotado en su intención de ser reelegido no acepta su derrota y pone en marcha un guión siniestro apelando a los tribunales con acusaciones de fraude electoral infundadas y desacreditando un sistema electoral que por complejo, termina siendo imperfecto. En esa línea de acción Trump y sus asesores intentan un movimiento político audaz e inusual: tratar de que los legisladores subviertan el proceso democrático. Desconocer la voluntad popular, y enviar al colegio electoral a partidarios de Trump, torciendo el órgano a su favor cuando este se reúna el próximo 14 de diciembre para elegir oficialmente al próximo presidente. En una actitud discrepante los líderes republicanos Shriley y Chatfield, parlamentarios que deben representar al presidente, manifestaron que “como líderes legislativos cumpliremos la ley y seguiremos el proceso normal”, propinando otra derrota a Trump frente a una opción considerada “insólita” de manipular el colegio electoral, mientras que en el frente legal la idea del fraude electoral manejada por Trump y sus abogados, sin pruebas tangibles, se desmorona ante la opinión pública y ante los tribunales.
Claro está que el mundo se mantiene mirando, y atónito, un espectáculo indecible que no se distingue si responde a una estrategia concebida en la sede del partido republicano o es fruto del capricho de un sujeto destinado a mantener su autocrática voluntad a cualquier precio. Un personaje formado en la trama mercantil de ganar a como dé lugar, amparado en un pragmatismo que lo impulsa a actuar irreflexivamente.
El fracaso en las urnas y luego en los tribunales es demasiado para alguien que divide al mundo entre ganadores y perdedores. Trump escribe en Twitter que en las elecciones de los EE.UU se ha hecho un “fraude electoral masivo” y contradice la opinión de sus propios partidarios que ya comienzan a aceptar la derrota. Para muchos norteamericanos los argumentos esgrimidos rayan en el “ridículo” en una estrategia desplegada por Rudy Giuliani, abogado de Trump, que frente a la prensa pretendió demostrar lo indemostrable durante una hora y media, valiéndose de un mapa con varios Estados marcados en color rojo que, según dijo, representan “el camino de victoria de Trump”. Una delirante afirmación entre argumentos que ya suenan increíbles ante la opinión publica: una coalición internacional comunista robó estas elecciones, manipulando un software de tabulación de votos para voltear millones de papeletas de Trump a Biden. Es decir, se está hablando del robó de aproximadamente siete millones de papeletas en un solo día, en el sistema electoral considerado perfecto en la democracia ejemplar. Según el equipo presidencial, el fraude «no habría sido desvelado si los votos para el presidente Trump no hubieran sido tan abrumadores que rompieron el algoritmo”, al extremo que al final del recuento de votos el mandatario debería aparecer con 80 millones de sufragios. Lo significativo es que ya en el círculo de Trump no creen en esta posibilidad. Tampoco en su entorno familiar que desconfía ya de que esta trama urdida llegue a un final feliz para el obsesivo mandatario.
No obstante, de manera sorprendente una encuesta de Reuters e Ipsos, difundida esta semana, revela que “la gente sí cree los argumentos de Trump de que ganó limpiamente las lecciones y que le fueron robadas por un fraude masivo en favor de Biden».
Despojado de su inmunidad presidencial, Trump a partir de enero enfrenta la condición de ciudadano corriente que deberá defenderse en seis juicios. Entre ellos, una demanda por falsificación de documentos para ocultar pagos destinados a silenciar a mujeres, otra sobre evasión fiscal, otra por difamación y otra por fraude presentada por su sobrina. Demasiadas perspectivas de derrota para un sujeto que divide al mundo entre ganadores y perdedores pero que no sabe ser ganador ni perdedor.
Donald Trump, un ser pragmático carente de principios que refleja la impronta cultural de los Estados Unidos. Un país hecho con el esfuerzo ajeno de migrantes, basado en la máxima del “hombre hecho a sí mismo”, por sobre los demás, insolidario, competitivo y mercantil. Un contendor que actúa bajo la lógica de la explotación ajena en un mercado en el que toda mercancía tiene su precio, incluido el ser humano, en una transacción despiadada. En ese mundo no caben más que ganadores y perdedores, unidos y separados por la competencia. A ese país llaman “paraíso de las oportunidades”, del libre albedrío de pasar por sobre el otro, en el que todo tipo de impiedad es posible. Hoy día la máxima autoridad de Estados Unidos socava los cimientos democráticos que se tambalean, y desautoriza su papel de guardián de la democracia en el mundo echando andar “una maquinaria de la desinformación basada en las redes sociales y una galaxia de radios y televisiones conservadoras”. Todo ha sido orquestado desde las altas esferas de un poder que se niega a dejar de serlo. Donald Trump ha perdido las elecciones y se resiste a aceptarlo. Puede seguir cantando victoria al ritmo del que ha sido desde el principio su proyecto de fondo: destruir el orden político vigente. Demostrar al mundo que «está mirando y los electores ya eligieron», gobernados por una democracia imperfecta.