Qué es la muerte sino otra forma de ser. Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades: las bárbaras, terribles, amorosas crueldades, junto a Gabriel Celaya. Como ráfaga a quemarropa, como verdad proferida por la espalda. Nunca aceptada del todo en esa negación necia de los instintos que se aferra a lo indecible. Y la sola afirmación es eso, una afirmación, reiteración de vida. No es casual que el hombre buscó siempre la trascendencia y en esa tentativa desafió a los dioses. La eternidad, en ideas y palabras. Aunque tantos consideran el tema como algo tabú, desagradable de comentar, no obstante, es recurrente para la filosofía, la ciencia, la religión o el arte. Y en la sencilla verdad de Machado, la muerte otorga algo de paz espiritual, la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos.
La idea tozuda de que la muerte es el comienzo de la inmortalidad es un deber ser, antes que otra forma de ser. Creen en la inmortalidad celestial quienes se atreven admitir la existencia de un alma independiente de un cuerpo, pero es tan inverosímil como concebir un cuerpo sin alma. Entonces los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte, los valientes gustan de la muerte una única vez, dice la verdad shakespeariana. O en la salomónica convicción de Benedetti creemos, después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida. Por eso soportan la vida quienes se preparan para la muerte. O porfiadamente en la creencia hindú de que si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel.
No me preocupa la muerte -dice Saramago- me disolveré en la nada. He ahí un elemental atisbo de consuelo. La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo. La muerte no existe cuando hacemos nuestro el ejemplo de un ser amado perdido, y seguimos haciéndolo inmortal en nuestros corazones. Creer que no vamos a morir nos hace débiles, y peores. Negar que hay vida después de la muerte es tan peligroso como pensar que no hay muerte después de la vida.
A veces, ante la muerte de un ser querido, las palabras y el arte se convierten en el único medio para expresar lo que realmente sentimos. El dolor nos vuelve pequeños, frágiles. A veces rotos. La ausencia nos abruma. Y aunque tengamos a la fe como aliada, hay días largos y noches eternas, en las que esta pareciera no ser suficiente. Entonces nos llenamos de duda, de enojo, de laberínticos huecos que nos llevan siempre al mismo lugar: al dolor de la pérdida.
Las tres heridas, la de la vida, la del amor y la de la muerte, ¿qué tienen en común estos tres estados humanos? Un destino inexorable, como si no fuera un rayo que te parte los huesos. Acaso por eso nada más, los versos de Neruda seguirán siendo nuestros.
Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee,
quien no oye música,
quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito
repitiendo todos los días los mismos trayectos,
quien no cambia de marca,
no se atreve a cambiar el color de su vestimenta
o bien no conversa con quien no conoce.
Muere lentamente quien evita una pasión y su remolino de emociones,
justamente estas que regresan el brillo
a los ojos y restauran los corazones destrozados.
Muere lentamente quien no gira el volante cuando está infeliz
con su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto para ir detrás de un sueño
quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida,
huir de los consejos sensatos…
¡Vive hoy!
¡Arriesga hoy!
¡Hazlo hoy!
¡No te dejes morir lentamente!
¡No te impidas ser feliz!