Países como Chile y Ecuador han transitado una historia con ciertas semejanzas circunstanciales, pero en la última década los procesos políticos chileno y ecuatoriano muestran un sustrato causal de conflictos sociales en la existencia de una democracia simulada que no logra desmontar las dinámicas de una sociedad excluyente e injusta que muestra enormes iniquidades.
El fenómeno del llamado “retorno a la democracia” que, ilusoriamente, nos hace creer que antes de las dictaduras existía históricamente una democracia consolidada, hace perder a chilenos y ecuatorianos el valor de la democracia en las complejas sociedades de nuestros países. La simulación de una democracia formal, tanto en Chile como en Ecuador, fue acumulando en una polarización el crispamiento y la rabia colectiva a niveles del disturbio social y la rebeldía popular expresada en las calles o en periodos de aparente armonía, pero cada día parecía explotar algo en el sustrato de sociedades corroídas por la desigualdad o la corrupción aupada desde el propio Estado.
Los acontecimientos que se inician en octubre del 2019 son expresión de un hartazgo social evidente que expresó un malestar desde las raíces mismas de la sociedad mestiza y ancestral. Prueba de ello son las calles chilenas y ecuatorianas copadas de jóvenes, estudiantes, trabajadores, colectivos étnicos, mujeres, en fin, ese pueblo postergado protestando. Luego el incendio de edificios públicos e iglesias, la violencia desatada contra el comercio y los bienes públicos, las marchas que arriban a la capital proveniente de las provincias, enfrentadas a unos aparatos del orden rebasados que apelan al uso de la fuerza demostrando que son ineficaces y represivos en medio del caos y en una escenografía de fondo: el común denominador de un gobierno sin gobierno, cuya única respuesta es la criminalización de la protesta y la judicialización de sus líderes, mientras la sociedad es un campo minado con explosiones violentas, pacíficas o silenciosas.
Es la expresión de un descontento que no admite sorderas, que debió ser escuchado porque se plantea la ruptura social, el cambio de modelo con un sentimiento de crisis instalado desde antes, en sociedades desiguales desde siempre. Nuestras organizaciones sociales arrastran un pasado de jerarquías basadas en rezagos feudales, en encomiendas sociales de poderosos a reprimidos, en el que todo intento de cambio buscando el desarrollo no fue suficiente, porque se trataba de buscar la justicia que nunca llegó para cambiar a fondo nuestras relaciones económicas, sociales y culturales.
En estas formaciones sociales la sociedad civil transitó un camino paralelo a la sociedad política, a la partidocracia, y en la dinámica de la movilización ciudadana se empoderaron algunos sectores que no necesitaron de los gremios, sindicatos y partidos para hacer oír su voz. Esta crisis de representatividad expresa malestares populares que a la hora de canalizarlos, el reformismo ya no cabe en la lógica revolucionaria, pero tampoco cupo la transformación socialista por más agotado que se mostrara el sistema neoliberal vigente.
El año 2019, el inicio de la protesta masiva contra el sistema agotado puede ser premonición de un periodo de populismo o de consensos alcanzados dentro del esquema de la democracia formal. No falta quienes dicen que, incluso, los procesos constituyentes son una forma que tiene el sistema de absolver el descontento social, de canalizarlo, para que todo ocurra dentro de sus límites, hasta el cambio. En ese sentido vivimos una democracia instrumental, no sustantiva, por eso es que no tememos derrocharla porque no tenemos conciencia de lo fácil que es perderla.
La sucesión de acontecimientos vividos desde hace dos o tres años, confirma que la convivencia de la política en ese periodo ha sido la forma de ser de una clase desprestigiada que logra gobernar sin gobierno. Octubre nos muestra que para recuperar la democracia primero es necesario recuperar la política. Un proyecto que nos enseñe el camino en la nebulosa: sabemos lo que termina, pero no sabemos lo que comienza. La nueva realidad, por algunos llamada nueva normalidad, es un espejismo entre la crisis, la pandemia y el descontento ciudadano. El desafío es cómo barajar la bronca social y la polarización política. Tal vez la respuesta la tengan las nuevas generaciones, la mujer y las minorías sociales que deben resignificar nuevos rumbos de cambio.