Los chilenos siempre tuvieron la esperanza de que la dictadura de Pinochet durara poco. Que el dictador debía irse por la presión mundial, fue la expectativa de muchos, pero el mundo contempló diecisiete años de tiranía sin lograr sanción para el tirano que murió en la impunidad ante las leyes chilenas y del derecho internacional. A treinta años del retorno a la democracia en Chile, suceso acaecido en 1990, la sociedad chilena todavía convive con el fantasma del dictador y su herencia en un turbio y complejo sistema económico levantado sobre el tinglado de una Constitución hecha a la imagen y semejanza del pinochetismo para sobrevivirlo.
El fantasma de la dictadura deambula por esa larga y angosta faja de territorio chileno y proyecta una sombra del pasado que nadie quiere asumir. En esa sociedad inamovible tiene lugar un ritual político de oscuras reminiscencias y los responsables esconden el rostro, se cambian de domicilio y se camuflan en el olvido. Como si la dictadura hubiese sido un hecho fortuito, un acontecimiento emergido de la nada, nadie quiere hoy reivindicar “la gestión de un régimen de terror” y reconocer su responsabilidad. Hoy, los herederos de la dictadura tratan de echar tierra sobre los escombros de un gobierno oprobioso que dejó una secuela todavía sin desmantelar. La lógica de una economía privatizadora que convirtió en lucrativo y excluyente negocio a servicios básicos de salud, educación y pensiones, sigue intacta.
Los intentos de los gobiernos democráticos que sucedieron a la tiranía no fueron suficientes para democratizar en sus bases a la sociedad chilena posdictatorial. Poco o nada hicieron los gobernantes que sucedieron al régimen militar por desarmar el tinglado institucional y constitucional heredado de Pinochet, y que mantiene invariable el sistema educacional y laboral que proscribió el derecho a huelga, a la educación gratuita y a la seguridad social pública con pensiones dignas. El régimen militar que irrespetó los derechos ciudadanos continúa sin saldar cuentas a cabalidad, luego de provocar la muerte a más de 3.200 personas y castigar a unos a 28.000 torturados en las cárceles y lugares de confinamiento.
Los golpes de pecho
A la sombra de un periodo vergonzante de la historia de Chile, en alguna ocasión, ciertos políticos pidieron perdón a un país que aún no restañaba las heridas. En el Chile actual se oyen exhortaciones para que actores, cómplices y encubridores de la ex dictadura dejen de ejercer influjo en la sociedad amparados en una Constitución que rememora en sus enunciados los aciagos días del pinochetismo. Pero esas voces hasta hoy no consiguen el cambio constitucional. Si bien la transición cumplió, a partir de 1990, con el reemplazo de actores políticos en el poder, la sociedad chilena carga la culpa de una democracia inconclusa, con enclaves heredados del gobierno militar aun insuperados. Una de las más complejas contradicciones hoy día en el país de Sebastián Piñera, es la debilidad constitucional que se antepone a los avances del país en materia democrática. La falta de mayor participación ciudadana en la sociedad acusa la ausencia de mecanismos políticos y sociales verdaderamente incluyentes. Una situación caracterizada por la existencia de instancias informales y esporádicas de participación, combinada con la inexistencia de una legislación e institucionalización a niveles locales, regionales y nacionales.
La causa radica en la vigencia de una Constitución hecha a la medida de la dictadura, cuya legitimidad y representación no surgió de la voluntad del pueblo, y más bien constituye un obstáculo para la democracia y movilización social. La Constitución vigente fue impuesta por Pinochet en un plebiscito fraudulento en 1980; y fue esa misma institucionalidad la que dio paso a la sucesión de gobiernos civiles en una democracia formal a medias tintas. En tres dimensiones Chile tiene asignaturas pendientes. Un sistema electoral que consagra un empate entre la primera minoría -constituida bajo la dictadura- y la mayoría, y otorga poder de veto a dicha minoría que impide romper con el modelo institucional económico y social heredado del régimen militar. Al sistema electoral chileno le falta componentes claves para un ejercicio de mayor plenitud democrática. En el ámbito de los derechos colectivos, Chile poco avanza en términos de los derechos laborales y mantiene pendientes aspectos esenciales de los derechos de la mujer, minorías sexuales y pueblos indígenas.
Estos indicadores demuestran que el fantasma del dictador subyace en la memoria de los chilenos en forma contradictoria. Sondeos de opinión señalan a un 76% de los entrevistados que considera a Pinochet un dictador, mientras que un 63% lo culpa de haber destruido la democracia. Un 7% de chilenos cree que la dictadura fue buena y un 9% considera que Pinochet fue “uno de los mejores gobernantes del siglo XX”. En tanto, un 18% dice que la dictadura liberó al país del marxismo. Hoy un 60% de los chilenos se pronuncia a favor de una nueva Constitución que estiman debe ser redactada por ciudadanos, sin el influjo de una clase política cuestionada.
Chile se debe a sí mismo una nueva oportunidad constitucional que refleje los cambios de una sociedad pendiente de restaurar su ser democrático, acorde con la voluntad popular de sus habitantes. Para los observadores el pueblo chileno no ha recuperado «su derecho de libre determinación», en cuya virtud los pueblos «establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural». En otras palabras, existe en Chile un reflejo de democracia que se expresa como el aspiracional de disolver, en el olvido y en la realidad, el fantasma de la herencia de Augusto Pinochet y su oprobiosa dictadura. Aquello podría ser posible el domingo 25 de octubre.