La historia suele ofrecer una didáctica entre los pueblos, por repetición o mimesis. El fenómeno politico boliviano emerge como un paradigma del retorno de las fuerzas progresistas al poder. Un fenómeno continental que tiene lugar, luego de golpes de Estado blandos inspirados en lo que en su momento fue denunciado como la “restauración conservadora”. Estrategia de alcance regional implementada, a sangre y fuego, por decirlo de modo metafórico, que implicó la reedición de viejas formas políticas propias de una partidocracia desplazada del poder en los albores del siglo XXI. Una restauración que no tenía otro propósito que recuperar privilegios sociales, espacios de poder políticos perdidos y negocios económicos propios de una clase empresarial removida del poder tradicionalmente ostentado en sus países de origen.
La restauración de los espacios de poder de una clase política empresarial conservadora traía diversas tácticas locales, según la realidad especifica de cada país de la región y que hubiere accedido a gobiernos progresistas -Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela- e iniciado un proceso de transformación social en sus territorios.
El proceso político identificado como “socialismo del siglo XXI”, también tuvo diversas expresiones, según la realidad de cada país, pero con el común denominador del surgimiento de un movimiento político al margen de los partidos tradicionales liderado por carismáticos líderes, con cuna en la clase media, y fuerte arraigo populista con amplios sectores deprimidos de la sociedad. El liderazgo de conductores que accedieron al poder mediante elecciones populares, a la cabeza de movimientos de escasa orgánica militante, confundiéndose en diversas ocasiones con empresas electorales que terciaron y triunfaron en comicios presidenciales, bajo la conducción política del líder carismático, fomento de derechos conculcados, plataformas de ofertas populistas y movilización popular masiva, sin una clara definición ideológica que fue reemplazada por el culto a la personalidad elocuente del caudillo.
Así nace en Bolivia el MAS, Movimiento por el Socialismo, conducido por Evo Morales y en Ecuador el movimiento Alianza País, liderado por Rafael Correa. El MAS es un permanente e inestable equilibrio: por ejemplo, en el Norte de Potosí, articuló ayllus originarios, sindicatos de mineros y organizaciones campesinas; todos con representantes en listas de candidatos a diputados, senadores, alcaldes, etc. El MAS gobernó Bolivia desde el 2006 hasta el año 2019, tras su primera victoria en las elecciones de diciembre de 2005 hasta la crisis política boliviana de 2019. El régimen de Morales se movió en una tensión entre liberalismo político y democratización social. Cuando fue derrocado en noviembre del año pasado, el nuevo bloque de poder creyó que, sin acceso a recursos estatales, y con Morales exiliado, «el MAS se pincharía» (lo mismo que pensó anti peronismo argentino en 1955 tras el derrocamiento de Juan Perón). No obstante, sobrevive porque es percibido «como la vía para el acceso al Estado» -visto como oportunidad de empleos como de poder- por los sectores “plebeyos”. Y no solo eso. Fue capaz de renovarse políticamente y reconectar con las bases después de tantos años de poder estatal y burocratización de las organizaciones sociales, y hasta de autonomizarse parcialmente de Evo Morales exiliado cuando sus lecturas de la realidad, desde fuera, no coincidían con las de quienes estaban poniendo el cuerpo dentro de Bolivia. En definitiva, esto muestra que el MAS pudo ganar sin Evo presente, lo que no parecía evidente hasta ahora.
Ambos movimientos, ecuatoriano y boliviano, sacados del poder fueron reprimidos. La diferencia es que el régimen de Evo Morales vivió la paradoja de que la persecución política y judicial «lo dotó de una épica que había perdido». Así, durante toda la campaña, el voto oculto e “indeciso” se mantuvo misteriosamente elevado en todas las encuestas, se alejaba “del relato oficial de que los últimos 14 años solo habían sido autoritarismo y corrupción”.
El movimiento ecuatoriano Alianza País, bajo la égida correísta, cometió algunas omisiones que en política pasan factura. A diferencia del movimiento masista en Bolivia, no consiguió consolidar una orgánica partidista que disciplinara a la militancia, más allá de la influencia del jefe, más allá del carisma del caudillo. Al depositar todo el poder movilizador en las cualidades personales del líder, éste incurrió en las debilidades propias de todo ser humano vanidad, arrogancia, autosuficiencia que resultaron un serio impedimento para promover nuevos cuadros al interior del movimiento y, al exterior, gestionar una política de alianzas con diversos sectores sociales llamados a ser sus aliados naturales. La omisión política del Alianza País fue no ser capaz de ganarse a las nacionalidades indígenas ecuatorianas, incapacidad que hasta hoy le pasa factura. La otra omisión fue no ganarse al movimiento obrero sindicalizado, dueño de una inercia política que lo mantiene sobrevivo en los espacios de la democracia burguesa criolla y que aporta cierta orgánica militante y presencia electoral.
Cierto es que el correísmo actúa por nostalgia social, por evocación política que lo hace invocar a su líder, hoy residente en Bélgica, pero está por verse si es suficiente para conformar una cruzada ganadora de las próximas elecciones. Los mandos medios del movimiento están en desbandada, algunos asilados, otros detenidos y la mayoría inhibidos de jugar un rol protagónico en los nuevos desafíos políticos electorales. No obstante se ha conformado una candidatura esperanzadora con nuevos cuadros visibles dispuestos a jugar un rol militante decisivo.
Las próximas elecciones serán una inmejorable ocasión de confirmar qué moviliza al pueblo ecuatoriano, si es la nostalgia por el caudillo, las ofertas populistas de campaña o una real conciencia de reivindicación de derechos perdidos y la recuperación de la justicia social en el país.