Lo vi metido en un largo abrigo negro, parado en la esquina del hotel Embajador, entre la Colón y 9 de Octubre. No hacía nada que no fuera estar allí mirando, al borde de la medianoche, la calle desierta; las manos hundidas en los bolsillos, un extremo de la bufanda ondeando en el viento frío de verano; inconfundible: alto, robusto, algo cachetón; la frente corrida, amplia, tomándose ya el pelo aplastado y brillante de gomina, los ojos muy grandes algo rasgados, y entre la nariz y la boca de boxeador refinado, una raya negra: el bigotillo de dandy de otra época.
Estaba allí, solo como un vampiro o un santo sonámbulo. Era la viva imagen de la soledad.
―Te perdono, gran cojudo ―le dije, en silencio, desde mi corazón, mientras pasaba a su lado, mirándolo de reojo.
Era el año 67. Yo venía de otra soledades: de potrerear, como decíamos entonces, en los pastos de Iñaquito.
Entonces, yo le guardaba un gran rencor. Unos años atrás, adolescente, había asistido a sus recitales. Aún más, llevaba a la fuerza a mis amigos a escucharlo. En uno de ellos, leyó los poemas de Hombre planetario. Al final, un compañero, deportista, gran alumno y odiador de la literatura murmuró a regañadientes: «Sí, este tipo es un superdotado».
Yo, militante de izquierda, aproveché, cuando nos despedíamos, para recitarle de memoria la elegía que el hombre aquel, había dedicado, tiempo atrás, a Lenin.
Pasó un año o dos. Llegó el 63 con la odiada dictadura militar de un triunvirato aupado por la Embajada americana.
Y, oh sorpresa, tiempo después, nuestro poeta fue nombrado embajador, en Francia, por la dictadura.
Luego de que ésta cayera, en un gobierno interino, ascendió a Canciller de la República.
En el Quito de entonces, pequeño, «franciscano y conventual», como lo llamaban, ningún encuentro era difícil: un día el poeta pasó en su limusina por la calle Chile con rumbo a Palacio. Estaba solo, en el asiento trasero y con la ventana abierta.
―¡Traidor! ―le grité y huí cuesta abajo por el Portal Arzobispal. En esos años yo repartía hojas volantes subversivas y era experto en fugas precipitadas.
Que un poeta menor, un poetastro de esos que exhiben sus dolores y hasta sus cuernos como condecoraciones ―o cantan a las reinas de belleza― se hubiese vendido a los militares, hasta podía endenderlo. Pero no él. El autor de Juan sin cielo y tantos versos que se habían quedado para siempre en mi joven cabeza.
En el 66 cayó la dictadura militar. Y luego concluyeron los dos cortos gobiernos que vinieron después. Y el poeta se perdió y nadie quería recordarlo, como suele ocurrir con todos los caídos.
Hasta que lo encontré, solitario como un alma en pena extraviada de su limbo, en esa medianoche del verano del 67. Ese “Te perdono” que dije para mis adentros, me permitió recitar, en mi mente, mientras me alejaba de él, hacia la Avenida 10 de Agosto, esos versos liberados por fin de su largo encierro: Es sólo un peso azul lo que ha quedado/ sobre mis hombros, cúpulas de hielo/ soy Juan y nadas más, el desolado/ herido universal, soy Juan sin cielo.