Acostumbrados a convivir en un país descompuesto, y sin valores que destacar en medio de la más profunda crisis social, económica y cultural, resulta mezquino no celebrar los logros deportivos de Richard Carapaz, en el Tour de Francia, la prueba ciclística más importante del planeta. Mezquino, porque a algunos ecuatorianos es probable que no les emocione ver que un joven carchense se encumbre a la más prominente élite del deporte mundial. Un muchacho que, superando todas las dificultades propias de su origen, fue venciendo obstáculos hasta recibir el espaldarazo que necesitaba de un team internacional que lo valoró y lo contrató como una estrella deportiva.
Habituados siempre a ser parte del país venido a menos, que solo hace noticia en crónica roja y en el informativo político judicial, es poco menos que surrealista que el país sea mencionado en los eventos deportivos de élite global.
Resulta inverosímil que mientras en Ecuador médicos y posgradistas que no cobran su sueldo hace meses luego de cumplir extenuantes jornadas luchando contra la pandemia, salvando vidas y arriesgando la propia, reciben maltrato y gases tóxicos de la policía cuando reclaman en las calles sus remuneraciones, un ecuatoriano reciba honores en un selecto podio deportivo. Es raro que mientras en el país los “representantes» del pueblo en el legislativo no superen el 3% de aceptación popular en encuestas, con la reputación por los suelos por corruptos, mientras la justicia hace de su gestión una charada que alcahuetea ministros, jueces y fiscales de vergonzante actuación pública, un ecuatoriano sea señalado como ejemplo de juventudes en otras latitudes del mundo.
Es extraño que en este país desencantado de sí mismo, cuya prensa no habla de otra cosa que no sea de corrupción, desastres, crímenes e impunidad, un ecuatoriano se convierta en el protagonista de la noticia deportiva mundial del momento.
Es el otro Ecuador, aquel que frente al fracaso colectivo despunta una singularidad, la de un joven deportista ejemplo de esfuerzo, vocación de triunfo y voluntad de superación que consigna logros destinados solo a los grandes, dotados de capacidad espiritual y física.
Es ese otro ecuatoriano que contradice la malaya suerte de su país y se muestra enorme en su condición humana, exitoso en su cometido profesional y victorioso en su quehacer deportivo al ganar la etapa 18 del mítico Tour de Francia. El mismo Carapaz calificó su actuación de «espectacular». Un logro que alcanza con la nobleza propia de los ciclistas, compartiendo la meta con su compañero de equipo.
¿Richard Carapaz contradice la lógica, subvierte la tendencia, rompe los esquemas? Supuestamente sí, pero al mismo tiempo confirma que ser ecuatoriano no es sinónimo de fracaso o de escarnio. Carapaz evidencia que no todo está perdido, que en otro contexto vital es posible ser distinto. Que la abyección no está en el ADN ecuatoriano y que la esperanza es un sentimiento que podemos compartir sin temor a la vergüenza.
Ese es el otro Ecuador que emerge, como ave Fenix, entre sus propios escombros. Pese a los amargados y pesimistas que se solazan de los malos tiempos.