Que Chile es un país de poetas, nadie lo duda. Cultivadores chilenos de la poesía como Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Enrique Lihn o Jorge Teillier, por mencionar los más renombrados, han sido merecedores de importantes reconocimientos como el Premio Nobel de Literatura -la Mistral y Neruda-, y otros de menor calibre, un orgullo al cual los latinoamericanos estamos acostumbrándonos.
Sin embargo, que el poeta Raúl Zurita reciba el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante del género en español, resultó una sorpresa. Y el primer sorprendido fue el poeta de 70 años que se convierte en el tercer chileno en ser distinguido con ese reconocimiento internacional, después de Gonzalo Rojas, en 1992, y Nicanor Parra, en el 2001. La noticia fue una “verdadera sorpresa”, dijo Zurita. «Lo primero que he hecho ha sido darme un tremendo abrazo con mi mujer», Paulina Wendt. Luego, pensó en sus muertos: “En mi abuela, mi padre”. Muertos que Zurita conserva en la memoria como a miles de chilenos víctimas “del desgarro que supuso el golpe de Estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973”. Acontecimiento que marcó la biografía del poeta militante comunista, torturado en las bodegas de un barco habilitado como centro de detención. Sin esa experiencia, Zurita, “no habría escrito una línea”, confesaría más tarde.
Hijo de Raúl Zurita y de la italiana Ana Canessa, queda huérfano de padre a los dos años de edad y al cuidado de su abuela Josefina, que le contaba pasajes de la Divina Comedia, de Dante, ventana a través de la cual Raúl empezó a avizorar el mundo, prematura vivencia que se refleja en las imágenes de quien estaba “destinado a escribir”. Zurita defensor de la radicalidad y la pasión como elementos centrales de la poesía, desde temprana edad escribe “en una sociedad despiadada con los desposeídos”, condoliéndose, solidarizándose, poetizando como con una arma entre sus manos.
Esta singular condición poética es la que fue reconocida en Zurita por los jurados del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, según el decir de los organizadores: “por su ejemplo poético de sobreponerse al dolor”. Zurita, en un gesto suyo de humildad, respondió: “Lo tomo como un reconocimiento al caudal enorme de la poesía chilena. Uno es apenas una gota más de un río muy grande que lo antecede”.
El autor de Purgatorio (1979), Canto a su amor desaparecido o La vida nueva, está convencido de que “la poesía chilena ha asumido riesgos, sin temor”. Y aquella resulta ser una sentencia autobiográfica. Zurita en 1993 protagonizó un acto poético singular: excavó tres kilómetros de piedra en el desierto chileno de Atacama y escribió: “Ni pena ni miedo». Para el poeta «la poesía chilena no ha temido ni a lo grande ni a lo pequeño. Ni a lo femenino ni a lo masculino. Ha sido capaz de abarcar toda la existencia, con sus múltiples matices. Toda la finura, el horror y la grandeza de la experiencia humana está dentro de la poesía chilena”.
Zurita demostró en su propia biografía que el arte, para él, tiene una extrema condición, cuando intenta en una ocasión cegarse con ácido y en 1979 quema su cara con un hierro caliente. “Hay que ser capaz de tocar las zonas más oscuras”, reconocería luego de esa experiencia. Zurita, autor de una poesía telúrica, entre lo grandioso y lo íntimo, ha declarado que “así es la vida. En la existencia de todos los seres humanos se mezcla la grandeza y el miedo, la alegría y el horror, los actos heroicos y las traiciones”.
Cuando asistió hace algunos años a la Feria del Libro, en Quito, como representante de Chile, país invitado, Zurita ya mostraba rasgos de su mal de Parkinson. Hablamos en esa ocasión de poesía chilena entre el barullo de la concurrencia en una entrevista vertiginosa que nunca tuvo la formalidad periodística esperada. Fue el descubrimiento de un ser humano intenso, que no da ni se da tregua, del poeta telúrico que confirma con letras cinceladas en su propia angustia que su canto es un canto de amor y de guerra.
Canté, canté de amor, con la cara toda bañada canté de amor y los
muchachos me sonrieron.
Más fuerte canté, la pasión puse, el sueño,
la lágrima.
Canté la canción de los viejos galpones de concreto.
Unos sobre otros decenas de nichos los llenaban.
En cada uno hay un país,
son como niños, están muertos.
Todos yacen allí, países negros, áfrica
y sudacas.
Yo les canté así de amor la pena a los países. Miles de cruces
llenaban hasta el fin el campo. Entera su enamorada canté así.
Canté el amor:
Fue el tormento, los golpes y en pedazos
nos rompimos. Yo alcancé a oírte pero la
luz se iba.
Te busqué entre los destrozados,
hablé contigo. Tus restos me miraron y yo
te abracé. Todo acabó.
No queda nada. Pero muerta te amo y nos
amamos, aunque esto nadie pueda entenderlo.