El caso Sobornos 2012-2016 es considerado, mediáticamente, “el juicio del siglo” por sus consecuencias políticas: proceso en el que Rafael Correa es el primer presidente sentenciado por “atentar contra la administración pública”, en la etapa republicana del país, desde el regreso a la democracia en 1978.
Judicialmente, el Tribunal de Casación ratificó la sentencia con dos informes, uno de mayoría y otro de minoría, de 8 años de prisión contra el ex presidente Rafael Correa y el ex vicepresidente Jorge Glas por “cohecho agravado”. Técnicamente el caso Sobornos 2012-2016 se conoció originalmente como Arroz Verde, por información guardada así en un archivo de Excel donde se registraba el monto de dineros recabados para posicionar el movimiento político de Rafael Correa, Alianza País, según expedientes del juicio, en “un intrincado sistema de recaudación de dinero en efectivo, a través de un cruce de facturas”, en el que fueron involucrados como autores mediatos Rafael Correa y Jorge Glas, además de ocho altos funcionarios partícipes de su administración y 10 empresarios privados.
El tratamiento de prensa con dicha denominación mediática, no deja de ser un eufemismo, porque en la realidad de los hechos se conjugan otras diversas repercusiones políticas. Y la política resulta ser aquello que sus protagonistas permiten que suceda en base a sus iniciativas. En este caso, los hechos se fueron sucediendo, conforme la correlación de fuerzas políticas dio lugar a que sucedan, como causa y efecto de inclinar la balanza en favor de la tendencia anticorreísta que se impuso en el país a partir de mayo del 2017 cuando asume el régimen de Lenin Moreno.
A partir de ese momento, la “descorreización” del país se caracterizó por convertir a la justicia en aquello que la política permite que sea, un instrumento de acción represiva mediante la cooptación de instituciones, funcionarios, jueces, fiscales, secretarios, etc., funcionalizados para dichos fines. Lo que no quiere decir que las iniciativas judiciales emprendidas en ese acto político de retaliación no tuvieran algún viso de realidad o contacto con ella. Los juicios no se pueden inventar sin que exista un grado de realidad impuesta por los porfiados hechos. Y frente a esos hechos había que saber configurar un argumento irredargüible. Nadie duda de la integridad personal de Rafael Correa, pero el delito existió como figura en la estructuración del proceso: se recibieron dineros de empresas, políticamente auspiciantes, y dichas empresas fueron contratadas para ejecución de obras públicas del gobierno. No hubo lucro privado pero, según la ley, los recursos para campañas electorales de Alianza País fueron mal habidos. Eso es lo que logró demostrar o configurar la fiscalía acusadora, y no logró refutar la defensa.
Rafael Correa reaccionó en Twitter: «Estaba preparado para esto pero no implica que no duela». Y para reiterar que se trata de una persecución política invocó una frase de Voltaire: «El último grado de perversidad es hacer servir las leyes para la injusticia».
Las repercusiones políticas son diversas. Se dilucida el horizonte electoral para el correísmo. La lista Centro Democrático deberá enfrentar la brega presidencial sin Rafael Correa, y eso le hace bien a la tendencia, porque permite perfilar y posicionar la candidatura de un hombre o mujer, sin los impedimentos de la duda, sin objeciones de ninguna naturaleza. La tendencia correísta está a tiempo de perfilar un buen candidato (a) a la Vicepresidencia que haga binomio con Andrés Arauz.
Las repercusiones políticas son consecuentes. Rafael Correa está condenado a ocho años de cárcel y no podrá ejercer función pública de por vida. Su patrimonio será confiscado para reposición económica, deberá ofrecer disculpas públicas y en un acto humillante deberá asistir a un curso de ética y suscribir una placa en el palacio presidencial con un mensaje anticorrupción. Todas estas consecuencias políticas fueron posible de darse por la viabilidad de quienes tuvieron la capacidad de que así ocurran.
La gran lección del “juicio del siglo” es que el realismo político hace que la política sea un hecho de facto y no un deber ser o no ser, como reflejo de un mero deseo subjetivo. Una vez más, la política es la capacidad de hacer que las cosas sucedan.