Por más que en estos tiempos la muerte sea un hecho cotidiano, la partida de un amigo golpea duro y vierte un ácido corrosivo en algún rincón del alma. La partida de Claudio Durán, músico amigo desde que arribó al Ecuador como contrabajista del grupo que vino en gira con Piero, allá por los años setenta, nos duele profundamente.
Claudio fue de aquellas personas con una personalidad definida, intransable, lo que hacía que su amistad fuera un blanco o negro y en esa falta de matices discrepamos algunas veces en las apreciaciones políticas, pero nunca faltó una ocasión de reencontrarnos y persistir en una amistad sincera.
Siempre ese suceso que me alegraba en lo más íntimo, estaba acompañado de una novedad: Claudio se encontraba forjando un nuevo proyecto musical que comentábamos en tertulias largas al tenor de un café. De la música pasábamos hablar de política y terminábamos riendo de lo que Claudio comparaba al país con un chiste que no podía faltar. No se detenía en consideraciones a la hora de expresar su disconformidad sobre muchas cosas que no le gustaban y que manifestaba con naturalidad, como un ecuatoriano más. Pero aquello nunca opacó el profundo amor y gratitud que sentía por Ecuador.
Nuestro último reencuentro fue memorable: compartimos un café en la Feria del Libro en Quito, el año anterior. Estaba entusiasmado con algunos títulos que compró, entre otros, uno de Borges y el café se convirtió en tertulia acerca de coincidencias literarias que aligeraron nuestras opiniones políticas. Cuesta aceptar que ya en ese momento un cancer de tiroides le había puesto precio a su vida. Claudio dejó de cantar por perdida de la voz en marzo de este año. Lo demás fue vertiginoso como su optimismo vital que nunca perdió.
La partida de Claudio deja un vacío en el ambiente artístico que músicos de todas las generaciones lamentan. Pero sobre todo deja un vacío en quienes fuimos sus amigos, y que deja huellas indelebles más allá de la música.