El aislamiento pandémico nos da tiempo para todo. Leer un buen libro, practicar juegos de mesa en familia o ver películas en los ratos de ocio que permite la intermitencia del teletrabajo. Y entre las series que se han hecho famosas en Netflix u otras plataformas están las relacionadas con la narcocultura que ha hecho célebres a los carteles colombianos, patrones y sicarios de alto vuelo en guerra con los organismos del Estado, grupos paramilitares y agencias estadounidenses. Series como Narcos, El patrón del Mal, Sobreviviendo a Escobar, entre otras, muestran a una Latinoamérica convertida en gran productora y proveedora del insaciable mercado norteamericano, en el que el 70% de los ejecutivos gringos que dirigen el aparato productivo del país necesita aplicarse un “pase de coca” a media mañana para sobrellevar el estrés que les provoca la presión de sus actividades laborales. En ese negocio inconmensurablemente millonario, EE.UU siempre ha querido controlar la producción de estupefacientes, ya que no puede controlar a los concurrentes de un mercado en permanente expansión. Así, agencias como la DEA, CIA, FBI mantienen guerras con los carteles latinoamericanos con el principal propósito de extraditar a los narco delincuentes latinos para hacerlos cumplir severas condenas en cárceles norteamericanas de terror y, eventualmente, reemplazarlos por productores locales.
En ese escenario, las series de televisión muestran a una Colombia convertida en vasto territorio productor de drogas en laboratorios clandestinos ubicados en fincas y haciendas enclavadas en la selva que generan toneladas de estupefacientes. En esas fincas construyeron fastuosas mansiones, pistas de aterrizaje para avionetas, zoológicos privados, instalaciones deportivas, etc. para la estancia de los capos de la droga y sus subordinados. El producto obtenido en las narco fábricas es transportado por rutas aéreas y marítimas hacia los EEUU y distribuido en círculos sociales a todo nivel.
El lado tenebroso del negocio muestra una guerra devastadora, producto de una violencia premeditada y descontrolada. Junto a productores y comercializadores de la droga actuaban los sicarios que asesinaban acribillando a políticos, ministros, candidatos presidenciales, policías, periodistas, jueces, etc. Sus jefes ordenaban atentados con poderosos explosivos y bombas a oficinas públicas, sedes de periódicos, aviones comerciales en vuelo, cortes de justicia, instituciones estatales, etc.
Plata o plomo era la consigna: o colaboras o mueres. De ese modo los carteles llegaron a controlar el país, a través de comprar o intimidar a políticos, magistrados, policías y periodistas. Colombia llegó a tener dos rostros: el país en manos del narcotráfico, y una nación tratando de sobrevivir al terror. Entraron en acción el Bloque de Búsqueda, fiscales, agentes de la DEA, y policías obsesionados con la detención de narcotraficantes. La sociedad abrió un debate sobre la extradición de narcos a los EE.UU, en un país dividido por la violencia extrema con protagonismo de guerrilleros, paramilitares, narco carteles, agencias estatales y policías.
Ecuador emula a Colombia
La pandemia ha dejado al descubierto la descomposición social que afecta a países latinoamericanos. En Ecuador ya no es misterio la existencia del crimen organizado a gran escala, con mafias y carteles que emulan a sus similares colombianos. Todos los días la prensa muestra a la delincuencia que actúa impunemente en negocios ilegales y ajusta cuentas a mano armada bajo la modalidad del sicariato. A las ya cotidianas noticias de corrupción oficial en el área de la salud, se suman informaciones que hablan de las acciones del narcotráfico.
Recientemente en una finca ubicada entre Jipijapa y Montecristi, en la provincia de Manabí, se incautaron tres toneladas de clorhidrato de cocaína, durante un operativo policial. Además se detectó una pista clandestina para avionetas que trasladaba la droga hacia el centro y el norte del continente. Este año en tiempos de pandemia, la Policía reporta 61 toneladas de droga incautadas en territorio nacional y la detección de 17 pistas clandestinas en el perfil costero entre Esmeraldas y El Oro, y en las localidades de Santo Domingo y Los Ríos. Los operativos confirman que el transporte del alcaloide se lo realiza en avionetas, camiones, vehículos con doble fondo y en lanchas rápidas.
Simultáneamente, el ejército ecuatoriano localizó y desmanteló un campamento paramilitar que operaba como base de abastecimiento. En el lugar se incauto armas, alimentos y tanques de combustible, presuntamente pertenecientes a grupos disidentes de las Farc, hoy dedicadas al narcotráfico en la zona fronteriza colombo ecuatoriana. En el mes de julio en Nueva Santa Rosa, Lago Agrio, había sido descubierto un laboratorio clandestino que procesaba cocaína.
Ecuador hoy emula a Colombia como territorio productor de drogas y escenario de carteles delincuenciales internacionales organizados. La diferencia radica en que Ecuador, en forma distinta a Colombia, muestra haberse convertido en una sociedad doblegada, obsecuente con el crimen organizado. De cara a la elección de un próximo presidente, los aspirantes al poder de algún modo tendrán que asumir el tema y plantear formas de tratamiento desde el Estado. Una sociedad que pretenda sobrevivir a las amenazas que la inhiben debe sobreponerse al miedo que infunde la lógica de aceptar plata o plomo. En Ecuador, el liderazgo institucional debe ser devuelto al Estado, expresión de la voluntad soberana de un pueblo que anhela y necesita convivir civilizadamente en paz.