Mucho se insiste en que un signo de nuestro tiempo político es la falta de liderazgo. Una idea que se esgrime con frecuencia para explicar los males de la sociedad, y a su vez, justificar la inacción de las organizaciones políticas llamadas a iniciar un cambio. Una falta de liderazgo que se manifiesta en partidos sin candidatos y en candidatos sin partidos. O que se expresa en la desobediencia civil frente a la voz de orden de la autoridad.
Lo cierto es que tenemos la sensación de ser incapaces de concebir acuerdos mínimos, coordinar políticas comunes, emprender causas colectivas desde un enfoque mundial, no obstante que vivimos una globalización que no suele ser nada más que la ilusión de estar todos conectados en las mismas razones y por las mismas causas. Cosa que en la realidad no es tan real.
La inquietante carencia de líderes no ocurre porque hombres y mujeres seamos incapaces, sino porque el poder hace mucho tiempo que dejó de estar, en su esencia, en “la representación necesaria”, como bien apunta José Mujica. Esto quiere decir que el poder ya no radica en la conducción de un gobierno porque, por lo general, los gobiernos actúan a la zaga de los acontecimientos políticos. Hoy día la esencia del poder radica en la concentración de la riqueza que, aparentemente, no está en la representación política. Ante esa realidad todo liderazgo tiende a ser neutralizado. Quienes en determinado momento aparentan tener el poder político, imperceptiblemente, cada vez lo tienen menos porque sucumben a las fuerzas poderosas del mercado. Ese suele ser el origen de los gobiernos neoliberales que se vuelven sumisos a los designios de los poderes económicos transnacionales y dejan de ejercer el liderazgo ante sus pueblos.
Este fenómeno viene acompañado, ineludiblemente, del debilitamiento del Estado. En el supuesto de que el Estado sea el símbolo del poder, el instrumento administrativo y armado para la dominación de clases, los sectores dominantes echan mano al Estado solo para reprimir la protesta social pero no para organizar la sociedad. Este rol extremo del Estado explica de algún modo su desprestigio. Un fenómeno que tiene lugar en aquellas sociedades carentes de liderazgo, es la persistente crítica al Estado por parte de la sociedad civil. Y esta realidad tiene dos extremos. Por una parte, en un momento histórico, la sociedad hizo una apología del aparato del Estado en un gobierno centralista al estilo estalinista que concibió al Estado como la solución a todos los problemas sociales. Y en el otro extremo, los liberales que pretende reducir al Estado a su mínima expresión, a la privatización de sus servicios o a la extinción de sus instituciones.
En tiempos de pandemia, no obstante, todo el mundo recurre al Estado en busca de protección, orientación y liderazgo. Exigimos que el Estado nos proporcione medicinas, créditos, orden y amparo social, pero nos hemos pasado la vida desprestigiándolo, debilitando sus estructuras e instituciones, en lugar de entender que la sociedad moderna es cada día más compleja, que su dinámica requiere de un organismo que la conduzca y que cada vez es imposible renunciar al Estado. La lucha social en busca de liderazgo también implica obtener lo mejor dentro del Estado porque es “el verdadero valor colectivo que tiene la sociedad”, como apunta Mujica.
La pandemia ha demostrado una verdad insoslayable: el mercado no es capaz de resolver la crisis y se acude al Estado porque necesitamos políticas globales, decisiones de orden público en salud, educación, economía, cultura, etc. Tan simplemente porque alguien debe tomar decisiones y porque tenemos que acatar esas decisiones en colectividad, y no que cada sujeto actúe individuamente e imponga sus intereses privados.
La pandemia nos ha enseñado que tenemos que convivir con una nueva “normalidad”, que las soluciones científicas, medicinas y vacunas, están todavía muy lejos de estar al alcance de todos y que, por tanto, estaremos expuestos por mucho tiempo a los peligros del coronavirus.
La sociedad del futuro inmediato es una formación social bajo apremio y amenazas de todo tipo. Carencia de seguridad social, escasos servicios de salud, ausencia de oportunidades laborales, limitaciones en las opciones educativas y culturales, en fin, una sociedad inhóspita. Ante esta expectativa, devolver el liderazgo al Estado es cuestión de sobrevivencia colectiva.