Cuando se miran de frente los ojos claros de la muerte, se le pierde el miedo. Porque la muerte es como una transición, un umbral, dice Isabel Allende. Quizás esta sensación tienen aquellos que mueren por Covid. Esa misma intuición habrán tenido los más vulnerables de la pandemia, en la seguridad de que si se contagian se iban a morir. Y esa seguridad que es literal, les permite mirar la muerte con curiosidad y ante la evidencia de que son muy pocas las cosas que necesitan, le pierden también el temor a la vida. No más mercancías, no más de aquello que lo necesario para vivir. Porque la pandemia nos está enseñando prioridades en medio de la desigualdad entre unas personas que pasan la cuarentena en yate y otras con hambre. Y de un lado estamos quienes vivimos convencidos de que hemos venido al mundo a perderlo todo. Que mientras más uno vive, más pierde. Vas perdiendo primero a tus padres, a gente a veces querida a tu alrededor, tus mascotas, aquello que creímos propiedad privada.
Y están los otros, los miserables. Aquellos convencidos de que la pandemia es la gran oportunidad de ganar, delinquir para usurpar al otro y hacerse ricos con facilidad. Los miserables que viven de la corrupción y para la corrupción. Cada país tiene la corrupción que se merece y el nuestro, tiene la suya enquistada en el ser social a todo nivel. Entronizada en instituciones y estructuras de lo colectivo como una política de Estado convertido en botín, en “recompensa” por haber llegado al poder.
La corrupción que se ha vuelto un paisaje desolador, que vuelve imposible concebir un país sin la dinámica del delito. Una práctica entronizada en nuestra forma de ser y hacer política, en nuestros hábitos cotidianos, en las costumbres consuetudinarias. Antes de actuar, primero maquinamos la forma de sacar ventaja, de hacernos los vivos con esa viveza criolla que no es más que la descomposición de una conducta egoísta, mediocre y oportunista.
Y la pandemia del virus resultó ser el mejor caldo de cultivo para la corrupción que puede precipitar la muerte de mucho más que los seres humanos, porque desencadena el proceso de descomposición de nuestras falsas democracias que muestran a “la luz enceguecedora de las lámparas de los hospitales” lo que son: autocracias liberales, como bien señala Michel Onfraye.
Gobiernos autocráticos convertidos en remedo de dictaduras que al decretar leyes de emergencia en la pandemia encontraron la patente de Corso para robar, para esquilmar los pocos recursos que el paisito subdesarrollado tenía para palear la crisis sanitaria. Pero esos gobiernos tienen nombres y apellidos que saltan a la luz pública desde los celulares, computadores y chat de los sospechosos indagados por la justicia. Ingenuamente, o en la convicción de que nunca habrían de ser descubiertos, dejaron las evidencias grabadas, fotografiadas y registradas como inertes testigos de sus fechorías. Luego asoman los culposos que se acogen a la colaboración efectiva y, convertidos en soplones, sueltan nombres de sus cómplices y encubridores. Y nos vinimos a enterar de que los prohombres y promujeres habían sido miserables demagogos y embusteras que nos engañaron cuando pidieron el voto, que hicieron trampa cuando fueron nombrados en encumbrados puestos públicos que hoy les permite delinquir. Y la lista parece ser interminable compuesta de ministros (as), parlamentarios, empresarios, amanuenses, secretarias, en fin, una organizada red delincuencial que se repartió ministerios, hospitales, oficinas públicas, aduanas, fiscalías, cortes y hasta clubes deportivos. Y nos vinimos a informar de que la corrupción tenía nombres y apellidos que olean en la tormenta de la noticia, los Romo, Bucaram, Salcedo, Mendoza, Azuero, entre otras tantas familias arrimadas a las esferas del poder.
El tiempo de los miserables transcurre lento, porque lento es el aparato de justicia que transcurre en el país de la complicidad y el descaro. Sin embargo, la justicia tarda pero llega, y el pueblo, más temprano que tarde, tendrá la inmejorable oportunidad de ajustar cuentas con los miserables. La madre de todas las justicias es la protesta popular.