Uno de los efectos sociales más notables del Covid -que se considera indiscriminado-, es el impacto que provoca en la sociedad que discrimina a los grupos más vulnerables. La pandemia de coronavirus permite identificar grupos sociales y etarios en mayor indefensión que otros dentro de la sociedad capitalista, precisamente, porque las expresiones culturales y políticas lo permiten. En la actual formación social es notorio distinguir como grupos más indefensos a las mujeres, los trabajadores precarizados, discapacitados y los ancianos.
Ellos son el eslabón más débil por donde se rompe la cadena de la injusticia en nuestra sociedad donde imperan tres grandes manifestaciones que, en su conjunto, actúan como amenaza global: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. En las últimas cuatro décadas, desde la caída del muro de Berlin, el capitalismo en su versión neoliberal -aliado al dominio del capital financiero- muestra su rostro más inhumano en la tragedia global del sistema, cuyos efectos son evidentes ahora en la pandemia viral. El sistema, en su manifestación neoliberal, deja de lado toda lógica de servicio público e ignora los principios de derechos humanos, en especial los relacionados con salud, educación y seguridad social.
Bajo esa égida ideológica el colonialismo y el patriarcado adquieren mayor fuerza práctica en épocas de crisis agudas. Se demostró en las epidemias del SIDA y de malaria en África que mató a 400 mil personas en el 2016, un continente en donde las expresiones colonialistas y machistas patriarcales son estimuladas desde los grupos de poder. La discriminación social, racial y sexual en el continente africano y latinoamericano son caldo de cultivo para todo tipo de atropellos a los derechos de los más vulnerables que subsisten en sitios donde nunca llegó la atención médica, el sistema educativo o la seguridad social como en favelas, aldeas remotas, campos de refugiados, prisiones, etc.
Estos tres componentes -capitalismo, colonialismo y patriarcado- buscan fortalecer el sistema vigente, se nutren de él y actúan como causa y efecto de la discriminación a los más vulnerables. Cualquier cuarentena es siempre discriminatoria y más difícil para unos grupos humanos que para otros. En el caso de mujeres, trabajadores informales y ancianos, es prácticamente imposible que la sociedad se ocupe prioritariamente de ellos, porque está preocuada de garantizar la supervivencia de otros grupos sociales dispuestos a preservar el régimen político y que son valorados como grupos más aptos para la economía del sistema.
La explotación laboral, discriminación racial y discriminación sexual se ensaña con las mujeres, consideradas “las cuidadoras del mundo”. Reclutadas en profesiones u oficios como enfermería, limpieza, labores domésticas ellas están en la primera línea de riesgo en caso de una pandemia viral. Al mismo tiempo, la mujer es guardiana al cuidado de enfermos de toda especialidad médica, es custodia de la seguridad de niños y ancianos en condiciones de cuidado cotidiano. Al no contar con los sistemas de protección estatal suficientes, la mujer es presa fácil para la mortandad provocada por el virus como se evidencia en ciudades como Guayaquil, Rio de Janeiro, entre otras. Por su condición femenina discriminada por el machismo patriarcal, la mujer es relegada a segundos planos, bajo clara injusticia en remuneración y en el tipo de actividad laboral o doméstica. En el contexto de la cuarentena se ha incrementado al menos en un 40% las denuncias por violencia intrafamiliar en reducidos espacios de confinamiento en los que la mujer está obligada a convivir con su agresor, sin posibilidad de amparo. No en vano se dice que la mujer es doblemente explotada en el sistema social imperante, y no es aventurado decir que está triplemente expuesta a los impactos de la pandemia en cuarentena.
La situación de los trabajadores informales precarizados, después de cuarenta años de atropello a sus derechos bajo los regímenes neoliberales, los identifica como un grupo de alto riesgo frente a la pandemia. En América Latina el 50% de los trabajadores están empleados en el sector informal, y en África el 70% de los trabajadores activos depende de un salario diario y sin beneficios contractuales. El aislamiento sugerido por la OMS es impracticable para millones de trabajadores latinoamericanos o africanos, obligados a elegir entre morir contaminados por el virus en las calles o morir de hambre en sus casas. Para los habitantes de las periferias urbanas o personas que viven y sobreviven en las calles, la emergencia sanitaria se combina con otras emergencias que han vivido durante toda su existencia resultante de la falta de atención médica, trabajo formal, seguridad social y servicios estatales básicos como agua potable, energía eléctrica o conectividad digital. Obligado a salir a la calle a conseguir lo mínimo para subsistir, el trabajador informal se expone a mayores riesgos de contagio viral y su situación entra en un círculo mórbido y fatal de la necesidad de trabajar, contagio colectivo y muerte inminente.
Los ancianos, como tercer grupo de mayor vulnerabilidad pandémica, están expuestos a un índice de morbilidad y mortalidad más elevado por efectos del coronavirus que ataca su organismo, muchas veces afectado por enfermedades crónicas prexistentes. La indefensión social de tantos ancianos sin jubilación y sin protección familiar, los hace más vulnerables al deterioro físico y depresión espiritual ante la falta absoluta de expectativa de vida. La cuarentena para millones de personas de la tercera edad ha resultado ser la última tragedia de vida que inicia la cuenta regresiva de una existencia en soledad en sus últimos días.
Estos grupos vulnerables son las víctimas propiciatorias de un sistema social inspirado y reproducido por la ideología neoliberal que ha debilitado los sistemas estatales de protección colectiva. La emergencia sanitaria demuestra que los gobiernos con menos lealtad a las ideas neoliberales son aquellos que actúan de manera más efectiva contra la pandemia, independientemente del régimen político. En un extremo esta China, Cuba o Surcorea con sistemas de salud públicos fortalecidos; y en el otro extremo, EE.UU, Inglaterra, con empresas privadas de salud incapacitadas de dar respuesta colectiva a la emergencia sanitaria porque su objetivo no es ese, sino hacer ingentes negocios con la medicina, servicios médicos, medicamentos e implementos sanitarios.
La pandemia nos enseña lecciones de manera cruel, una de ellas es que incapacitó al Estado para responder a la crisis sanitaria, y peor a la crisis humanitaria. Un deber inmediato de los gobiernos latinoamericanos, es corregir el criminal error político de debilitar sus sistemas estatales. Aún estamos a tiempo de establecer políticas sociales de salud, asistencia del Estado y seguridad social específicamente dirigidos a mujeres, trabajadores precarizados y ancianos para ir en defensa prioritaria de los más vulnerables.