Y ahora resulta que nos quieren convencer de que la vida es la pérdida de la normalidad. Nos quieren hacer creer que la vida podrá ser posible a partir de una nueva normalidad. La normalidad de las distancias furtivas, de saludarse tocándose el codo en público y en la intimidad desafiar las proximidades del cuerpo a cuerpo. Resignarnos a esta confinación de alma en el cuerpo. A esta expulsión del alma del cuerpo, a un vaciamiento de permanecer como el caracol yermo en la concha hueca. Es la forma de prevalecer en la normalidad más anormal. Cuando la muerte hace lo suyo y triunfa, atesta cementerios, atiborra casas, inunda calles de cuerpos anónimos, de despojos envueltos en fundas plásticas que en la pantalla se proyectan como impersonal estadística, anónimo número que se multiplica a sí mismo, como la muerte inconmensurable.
El cobarde muere mil veces, el valiente solo una, dijo Borges citando a Shakespeare. Y así resulta que la muerte era un asunto de valentía. Pero qué decir a esos muertos que solo querían vivir, sin desafiar a nada ni a nadie. Qué decir a los vivos que murieron hace tiempo de vida en el abandono, de miseria del suburbio, de marginalidad del guasmo, esa palabra que no tiene otro sinónimo que no sea el fracaso de un modelo social fingido exitoso. Qué decir a aquellos condenados en vida a una muerte prematura, ¿son cobardes por morir mil veces cuando la vida les negó todo lo pertinente a la vida, salud, vivienda, comida, cultura, alegría…?
Y para hablar de la normalidad de la vida. El plomo flota, el corcho se hunde, las víboras vuelan, y en este mundo de nuestro tiempo, el mundo al revés se recompensa, se castiga la honestidad, se desprecia el trabajo, se aplaude el crimen, siempre que el crimen se practique en gran escala y sus autores sean generales o, por lo menos, presidentes, decía Galeano. Con la izquierda a la derecha, el ombligo en la espalda y la cabeza en los pies. En ese mundo de guasmos calcitrantes había una vez la historia del niño en la covacha del suburbio, que pregunta a su padre ateo: Pero papá, si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo? Y el padre cabizbajo, casi en secreto, le contesta: Tonto, tonto, al mundo lo hicimos nosotros los albañiles.
Si al mundo lo hicieron los albañiles, el mundo no parece muy agradecido con ellos. Cada día son ellos los que se mueren abatidos por el virus que les inhabilita los pulmones en medio del calor de la barriada suburbana. Y ese es el rasgo de la normalidad porteña, guasmeña, periférica. Esa normalidad perdida que el virus promete reinaugurar cuando ya se agote de tanta muerte. De tanta muerte que en menos de lo imaginado se volvió cotidiana y nos impuso su normalidad letal. Como cosa normal, el virus de la corona nos roba la vida, como la economía neoliberal nos roba la riqueza, la historia oficial nos roba la memoria y la cultura formal nos roba la palabra, y a eso llamamos normalidad. Y cuando los habitantes del guasmo quieren elegir la forma natural de morir, para que normalmente la consigne el Registro Civil en sus expedientes, el virus impone que eso está fuera de toda elección posible. Hay una sola forma de morir, sucumbiendo a la normalidad.
Una normalidad que habitualmente supone dolor, pero los dueños del mundo agregan dolor al dolor, y así, cada día de normalidad pagamos el impuesto al dolor agregado. Y el dolor agregado se disfraza de normalidad, como si fuera la misma cosa la fugacidad de la vida que la fugacidad de la muerte. ¿Quién convierte las tragedias humanas en cochinos negocios?, eso no lo dicen las cadenas oficiales. Quien gana con las tragedias que nos hacen perder la normalidad. ¿Quién recomienda qué hay que hacer en este mundo en cuarentena? Normalmente los cinco países que son los únicos capaces de fabricar en sus laboratorios bélicos un virus de la anormalidad. Resulta que los que ahora están en loca carrera por ser los primeros en vendernos una vacuna antiviral, son los mismos que hacen el negocio de la pandemia.
El mundo normal, mundo al revés, combate contra la vida en lugar de combatir contra la muerte. Si el mundo está tan al revés parado sobre la cabeza y no sobre los pies, ¿no será conveniente darlo vuelta para recuperar la normalidad de las cosas? En esa nueva normalidad el aire estará limpio de todo lo que no venga de las humanas pasiones. Tal como era costumbre en la normalidad, el guasmo sin agua potable, las casas sin alimentos y las calles sin muertos insepultos. ¿De tanto querer cambiar revolucionariamente la vida, acaso no debemos agradecer al Covid su vertiginosa manera de cambiar el mundo? Acaso en este mundo la normalidad dejará de ser el privilegio de los poderosos, cuando hayamos superado la muerte como la normalidad de la cuarentena. No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema.