Han transcurrido 10 días de la muerte del escritor chileno, Luis Sepúlveda, y los entretelones de su deceso hay que ir a buscarlos entre los testimonios de quienes lo conocieron o estuvieron a su lado en sus últimos momentos. Las víctimas del coronavirus, además de lo inexorable de su destino, mueren en el silencio, por no decir en el abandono, algunos incluso en el anonimato impedidos de la proximidad de sus familiares y de una despedida digna. En el caso de Luis solo tres familiares fueron autorizados para acompañar sus restos hasta su última morada y no hubo ceremonias, discursos ni despedidas como hubieran preferido sus familiares, amigos, allegados y editores.
Luis emprendió el viaje como tantas veces lo hizo a la Patagonia chilena, entre brumas, y las brisas de la primavera europea fueron su única recepción. Lo acompañaban en el funeral su esposa Carmen Yañez, su hijo Carlos y su nieta Camila, según reveló su hija ecuatoriana Paulina Sepúlveda. Víctor Hugo de la Fuente, editor de la versión local de Le Monde Diplomatique, -en el que colaboraba Luis-, afirmó que “son las condiciones que ponen en España para los funerales de los fallecidos por coronavirus, es terrible porque los hijos no pueden ir”.
Los homenajes tuvieron que esperar, y centenares de residentes de Gijón, España, lugar de residencia del escritor, alzaron los libros del autor y se escucharon múltiples aplausos para rendirle tributo a días de su muerte luego de una convocatoria que hizo la Asociación de Vecinos del barrio de Polígono con el afán de homenajear a quien será anunciado como hijo adoptivo de la ciudad por la contribución que hizo en materia literaria, luego de la fundación del Salón Internacional del Libro Iberoamericano en Gijón.
Paulina Sepúlveda nos manifestó que Camila -su hija- es la nieta quiteña que residía en España y que mantuvo contacto frecuente con el abuelo hasta el último momento. Un postrer encuentro familiar ocurrió en octubre pasado cuando Luis se reunió en Gijón con sus seis hijos y siete nietos para celebrar su cumpleaños número setenta. De esos últimos momentos da cuenta Camila en relato a su madre como una reunión formidable, llena de dicha y unión familiar. Ambas coinciden al evocar la figura del escritor chileno como un ser humano al que hay que recordar como “un hombre valiente, con un humor negro característico. Un cocinero de lujo, un abuelo compinche como el queremos tener, un padre amigo”. Camila, que permaneció buena parte de su estadía en España juntó al abuelo, tuvo el singular privilegio de acompañarlo hasta las puertas de su última residencia, un hombre de quien aprendió que “hay que persistir en la vida ante todo y ser constante y fiel a los principios”, según refiere Paulina.
Anécdotas europeas
Aunque trabajó varios años como periodista, Luis Sepúlveda se hizo conocido con su novela El viejo que leía novelas de amor, publicada en 1989, traducida a 60 idiomas y con más de diez millones de ejemplares vendidos.
Tras la huella periodistica y literaria de Luis en Europa, encontramos el testimonio de Omar Saavedra Santis en la revista chilena El Mostrador en un artículo suyo de reciente publicación que citamos parcialmente: «Mi primer encuentro con él (apenas fueron dos) ocurrió allá en el siempre lloviznoso Hamburgo en lejanos tiempos exiliares cuando ambos éramos -en el decir de García Márquez- jóvenes e indocumentados. En aquella tarde Luis, ya entonces con un currículum nimbado de hechos, se refirió con rotunda pasión y mucho detalle a algunos episodios de aquella epopeya. Después me enteré que había servido en la brigada internacionalista Simón Bolívar. Expresó su afecto por varios comandantes históricos del sandinismo, los que había conocido en vivo y en directo, destacando entre ellos a Edén Pastora, el legendario Comandante Cero. Al escucharlo, de inmediato saltaba al oído uno de los atributos de la personalidad de Luis que yo considero esenciales, su envidiable capacidad para hacer amigos y, sobre todo, de mantenerlos y protegerlos. Tal vez la amistosa relación que lo unió a Julio Cortázar y Ernesto Cardenal proviene de aquellos sus días pinoleros. Habrían de transcurrir muchos años antes de nuestro siguiente encuentro. Mi segundo encuentro con él se dio varios años después en Colonia, junto al escritor peruano Leo Martínez, y fue más bien un desencuentro. Luis y yo habíamos sido invitados a ofrecer una lectura en la biblioteca municipal de Colonia. No hacía mucho que El viejo que leía novelas de amor había comenzado su prodigioso vuelo a las estrellas, a ocupar su puesto en el cenit de los bestsellers latinoamericanos, lugar en el que sigue clavado hasta el día de hoy. Aquel día terminó en el bar del Königshof, el hotel donde nos alojábamos. Me recordé entonces que aquella tarde en Hamburgo Luis había expresado su admiración por Hemingway, al que junto a Coloane, los consideraba maestros del relato breve. (Luis gustaba de recordar que el viejo Ernst, como él lo llamaba, no movía el culo de la silla sin antes haber escrito un mínimo de novecientas palabras diarias). Y se me ocurrió decirle a Luis que su viejo que leía novelas de amor me había recordado El Viejo y el Mar. Ahora tiene poco sentido agregar que lo dije como elogio y a lo mejor habría sido aceptado como tal, si Leo no hubiera agregado sin dolo un comentario de intención jocosa que resultó ser el famoso pelo que arruinó la sopa y la tarde. ¡Te están acusando de plagio!, le dijo risueño a Luis».
Luis Sepúlveda seguía siendo el escritor de fuste y rango en las letras hispanoamericanas, fiel a las causas de la dignidad humana en todas su dimensiones, recuerda Saavedra Santis: «La fama no lo había cooptado para la genuflexión ante eso que algunos clubistas del sistema llaman “el orden establecido” ni menos para la molicie. En sus regulares columnas en Le Monde Diplomatique entregaba sus opiniones políticas sin sordina ni elipsis relativistas (…) El último artículo que publicó Sepúlveda fue solicitado por Le Monde Diplomatique de Francia y se publicó en todas las ediciones, y se tituló El Oasis seco. Fue su análisis sobre el estallido del 18 de octubre en Chile. Conversamos varias veces y él estaba feliz, bueno, los dos decíamos por fin estalló esto. Él rescataba sobre todo a los jóvenes, incluso él había escrito otra columna con el título de la canción de Violeta Parra, Me gustan los estudiantes. Él seguía el tema de Chile muy, muy de cerca (…) Yo tenía la certeza que alguna vez me volvería a topar con Luis. Y quizá sería esa la ocasión para desfacer el lejano entuerto sobre el supuesto plagio. La muerte decidió otra cosa».